na extraña y contradictoria amalgama de sensaciones me embarga desde ayer, justo cuando empezaba la fase de desescalada en la que nos permitían salir a pasear o a practicar deporte. Por un lado, me alegraba el alivio de mis hijos y amigos que esperaban el sábado con ansia para darse una vuelta, correr o devorar kilómetros en bici. Y, sin embargo, me agobiaba el persistente recuerdo del recreo en el colegio o la, para mí, inevitable comparación con los presos de cualquier penal y su rato diario de patio para ver la luz del sol, jugar al baloncesto, hacer pesas o simplemente charlar mientras apuran un cigarrillo. Y, aunque me esforzaba en dirigir mi cerebro hacia la vertiente alegre de la medida, lo cierto es que se imponía la parte negativa, la creencia de que en estos tiempos de pandemia no somos sino reos del Estado y los científicos que nos dicen qué, cómo y cuándo podemos hacer algunas cosas. Estamos constantemente vigilados por la policía e interiorizamos un abyecto sentimiento de culpa si nos apetece saltarnos las normas y quedar para hablar o cenar con algún amigo o familiar. Sé que se trata de pensamientos irresponsables y me esfuerzo en aceptar que las autoridades solo velan por nuestra salud. Pero no acabo de asumirlo. Me siento un prisionero, y no me gusta nada.
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