BENDITAS efemérides redondas, aunque sean de hechos tremebundos, que devuelven por unos días a la actualidad lo que no debemos olvidar. Y no solo nos vienen los acontecimientos en su crudeza original, sino matizados, para bien y para mal, por el paso del tiempo. Para bien, por ejemplo, porque 40 años después del secuestro, tortura, asesinato y ocultamiento de los cuerpos de Lasa y Zabala, algunos de los cómplices del doble crimen o de los que miraron para otro lado saben que aquello fue una profunda injusticia. Hasta se avergüenzan de sus actitudes y, como cuenta estos días Pili Zabala, incluso guardias civiles que la acompañaron al palacio de la cumbre, aquella mazmorra infecta, le pidieron perdón con lágrimas en los ojos, aunque ellos no hubieran estado allí cuando sus compañeros cometieron las atrocidades bajo las órdenes directas de un tipo que no pagó por lo que hizo ni remotamente, al que la justicia poética en forma de virus del covid se llevó al otro barrio hace dos años y medio.

Y aquí damos con lo que, cuatro decenios después, sigue siendo una indecencia. Los políticos que instigaron este y otros tantos crímenes se dedican hoy a dar lecciones de democracia y pasan por patriotas que se plantan ante las intenciones de Pedro Sánchez de promulgar una ley de amnistía para los encausados por lo que ocurrió en Catalunya, antes, durante y después del procés. Lo dolorosamente significativo es que ni el aludido ni su guardia de corps en el actual PSOE han reconocido el daño causado por la banda que practicó la guerra sucia al amparo -hay sentencias claras- de altos cargos (vamos a dejarlo ahí) del gobierno socialista de Felipe González. Mucha pomposa ley de memoria democrática, pero es un escándalo que Lasa, Zabala y otros tantos no estén reconocidos hoy como víctimas del terrorismo.