Escribí aquí mismo que el gag de TV3 sobre la Virgen del Rocío me pareció un ejercicio de pésimo gusto. Y no ya por la parte religiosa, que a mí plim (aunque luego no hay narices a hacer lo mismo respecto a otras creencias), como por la caspilla xenófoba y supremacista sobre lo andaluz que destilaba la pieza. Aclarado lo anterior, no tengo el menor empacho en denunciar como persecución intolerable que, merced a una querella de una asociación denominada Abogados Cristianos, los guionistas hayan sido llamados a declarar como investigados ante un juzgado. Incluso aunque la cosa quede en archivo, el daño ya está hecho. Los humoristas ya han recibido el mensaje de que deben andarse con tiento si no quieren pasar por el trago de acudir con la cabeza gacha ante un togado o una togada que vaya usted a saber por qué petenera va a salir. Judicializar lo que nos ofende es un ataque a la libertad. Punto pelota.

Tan ataque, añado inmediatamente, como las presiones de los más progres del universo que han provocado que en la versión teatral de La vida de Brian se elimine la escena en la que uno de los personajes masculinos expresa su deseo de tener un hijo porque, 44 años después del estreno de la película, se considera que tal circunstancia constituye una muestra de transfobia que no se puede consentir. Si no fuera triste, resultaría divertido comprobar cómo las mismas personas que, con razón, se están rasgando las vestiduras por el acogotamiento judicial a los creadores del sketch de la virgen callen (o incluso justifiquen) la censura impuesta –y tristemente, aceptada por él– a la obra de John Cleese. Y viceversa.