Ala vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández, un tribunal de Buenos Aires le ha condenado a 6 años de prisión y la ha inhabilitado de por vida por haber defraudado casi quinientos millones de euros a lo largo de una docena de años. Pasando por alto el hecho de que su blindaje institucional la librará de "entrar en cana", como dicen en el país austral, resulta bastante poco creíble que la estrambótica viuda del no menos estrafalario presidente Kirchner haya sido víctima de un montaje del carajo de la vela. Por buenos que sean los fiscales (alguno que la acusó en otro caso acabó fiambre, por cierto) fabricando pruebas falsas, parece un poco excesivo que hayan sido capaces de pufear los documentos que acreditan un desfalco de semejantes proporciones.

En casi cualquier otro caso similar, nadie dudaría de la conducta delictiva de la individua ni, mucho menos, se atrevería a empoderarla como víctima de un complot judicial. Qué curioso y, a la vez, qué significativo, que, a este lado del Atlántico, los dos primeros tuits de apoyo a Fernández los hayan firmado las ministras del gobierno español Ione Belarra e Irene Montero. El mensaje no puede ser más claro. Un latrocinio multimillonario no es condenable en sí mismo. De hecho, si a quien lo imputan tiene las debidas credenciales ideológicas, ni siquiera cabrá pensar que lo ha cometido. Ocurre todo esto, por lo demás, cuando el grupo parlamentario al que pertenecen las dos férreas defensoras de la condenada Fernández ha presentado una iniciativa para que la malversación de fondos públicos no sea delito cuando se hace por la causa. Ni siquiera disimulan.