Se lo confieso: en el primer bote no me lo tragué. ¿HBO, una plataforma audiovisual que representa el negocio por el negocio, sitúa como oferta destacada de su catálogo una docuserie sobre las tropelías del sucesor de Franco a título de rey, Juan Carlos de Borbón y Borbón? La cosa me olía, en el mejor de los casos, a refrito de productos y subproductos de vivales de diferente pelaje que encontraron un filón en atizar al hoy residente en Abu Dabi cuando hacerlo dejó de suponer jugarse las alubias o, directamente, pasar por la Audiencia Nacional y, con mala suerte, por el trullo. Pero no me duelen prendas en reconocer que mis recelos eran infundados. Vistos los tres capítulos, les recomiendo vivamente que encuentren el modo de echárselos a los ojos. Eso sí, háganlo en pequeñas dosis, porque les aseguro que el cabreo que les puede invadir es inconmensurable. Incluso aunque buena parte de las iniquidades juancarlescas que nos cuentan son sobradamente conocidas, asistir a ellas de un tirón y perfectamente documentadas provoca un malestar infinito.

Salvar al rey certifica fuera de toda duda razonable y de cualquier ánimo de buscar atenuantes que Juan Carlos I es un ser humano deleznable en lo íntimo y en lo público. Su voracidad sexual, solo equiparable a la de acumular pasta, le empujó a maltratar a todos sus próximos –padre, esposa, hijos, amantes sin número, amigos de infancia– y, desde luego, a sus súbditos por obligación. Lo hizo, eso también es verdad, con la complicidad de muchos santurrones de mi gremio que ahora tienen las pelotas de ponerle a caldo en el documental del que les hablo. l