Empezaré por lo evidente para no dejar lugar a dudas sobre el propósito de estas líneas. Mónica Oltra ha sido objeto de una cacería sin tregua ni piedad por parte de la derecha mediática española. Se han dicho y escrito cosas sobre la exvicepresidenta de la Comunidad Valenciana que, si no son directamente querellables, son indiscutiblemente miserables e indecentes. El machismo más tarugo ha estado presente en buena parte de las andanadas, y no han faltado ocasiones en que venían con firma de mujer.

Ocurre, sin embargo, que bajo esa montaña de bazofia, hay hechos que nadie que se tenga por progresista y/o feminista puede defender, minusvalorar u ocultar. Ya no es solo que se abusara sexualmente de forma reiterada de una menor tutelada por el departamento de la Generalitat que ella regía. O que el autor de la tropelía fuera su ahora exmarido. No. Lo grave es que primero se intentó convencer a la víctima de que callara por las buenas. Luego, por las no tan buenas, advirtiéndole de las consecuencias. Lo penúltimo fue desprestigiarla dejando caer aquí y allá que era una buscona. Y, como colofón, llevarla a declarar esposada alegando riesgo de fuga… ¡cuando era la víctima, joder, la víctima! Eso no lo hizo Oltra. Pongamos que ni lo ordenó ni lo sugirió. Pero, desde luego, no lo impidió, cuando los ejecutores de esas y otras fechorías fueron personas a su servicio, unos por oposición y otros por elección. Sin necesidad de que venga una fiscal (progresista, por cierto) a investigar, el más elemental sentido de la responsabilidad política habría implicado la dimisión inmediata. Seis años ha tardado. l