- Cuando quiero flagelarme y recordar que no solo soy mortal sino altamente propenso a meter el cuezo, releo una columna que publiqué el 27 de mayo de 2018. Llevaba por título “Otra moción de fogueo” y, como ya estarán imaginando, explicaba en 1.600 caracteres por qué era imposible que prosperase el órdago de Pedro Sánchez para derribar a Mariano Rajoy. La ingenua y tontorrona razón principal que esgrimía era que, apenas medio año atrás, el PSOE había ido de la mano con Eme Punto en la declaración del 155 en Catalunya y, acto seguido, en el tejemaneje político-judicioso que llevó al trullo o a la expatriación a los principales impulsores del referéndum del 1 de octubre de 2017. Ítem más, tras la victoria del secesionismo en las elecciones impuestas, el entonces líder de la oposición se había retratado echando pestes de Junqueras, Puigdemont, y no digamos del president Torra, al que motejó de ultraderechista xenófobo. Se hacía muy cuesta arriba imaginar a los 9 diputados de ERC y a los 8 del PdeCAT aupando a Moncloa a quien los vituperaba de tal modo.

- Pues oigan, esos 17 votos cayeron al coleto del aspirante, lo mismo que los entonces 2 de EH Bildu y los que, a la postre, acabaron inclinando la balanza, los 5 del PNV; hoy es el día en que el PP tiene puestas una docena de velas negras a los jeltzales por su presunta traición. Por contarlo todo, también es verdad que, más allá de esa aritmética casi circense, el principal artífice de la entronización de Sánchez fue su predecesor en el cargo. Esto no se recuerda, porque la Historia se escribe a brochazos, pero habría bastado que Rajoy se hiciera a un lado y dejara al mando a su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, para que el cuento hubiera sido otro. Pero, de perdido al río, el tipo prefirió pasar de la sesión decisiva del debate para agarrarse una moña de pantalón largo -está documentado- en una tasca no muy lejana al Congreso.

- Al día siguiente, probablemente con un resacón del quince, el de Pontevedra (nacido realmente en Santiago) pasó por todo un caballero, y como ven en la imagen que ilustra estas líneas, regaló un cálido apretón de manos y una sonrisa a quien lo había hecho morder el polvo. Que le quitaran lo bailado. Si volvemos la vista más atrás, lo cierto es que él mismo también fue un accidente. Aznar solo lo escogió como heredero a mala hostia, tras el calvo que le hizo Rato y la nula fiabilidad que le ofrecía Mayor Oreja. No me digan que las carambolas del destino no son la repanocha. Tal día hace cuatro años. l