s verdad que en la última línea de playa está el Constitucional, pero la penúltima la ocupa el Supremo como tribunal vengador garante de la sagrada unidad de la nación española y castigador de disolventes. Qué alegría le han dado los aguerridos togados a los más insignes representantes de las diestras y ultradiestras, igual mediáticas que políticas, al anunciar que van a revisar los indultos a los malvados independentistas catalanes. A más de uno se le hace el tafanario cocacola al imaginar a Junqueras, Cuixart, Forcadell y otros beneficiados por la medida de gracia volviendo a la trena.
Lo primero que hay que aclarar es que está por ver que tal fantasía lúbrica se vaya a cumplir. Incluso aunque la nueva mayoría de magistrados partidarios de anular la decisión del gobierno de Sánchez acabe tumbando los indultos, todavía habría tela que cortar. A Moncloa le bastaría buscar otra argumentación, que es lo que está en entredicho, y volveríamos al punto en el que estamos. En cualquier caso, la forzada reactivación de este embrollo nos da pie a recordar que el punto de partida está en la brutal injusticia de imponer severísimas penas de cárcel por puro afán de dar un escarmiento. Consumada la tropelía, a la que no fue ajeno el PSOE, y también es verdad que por pura necesidad aritmética para conservar la poltrona, Pedro Sánchez puso a trabajar a destajo a sus fontaneros jurídicos para desfacer el entuerto. Una tremenda chapuza para tratar de compensar el pecado original, que fue, insisto, mandar a prisión a quienes se podría haber impuesto una sanción administrativa y económica. De aquellos polvos, este barro. l