uando conocí a Valentín Popescu a principios de este siglo, el inmenso periodista ya tenía todos los años del mundo. Podría haberse jubilado y dedicarse vaya usted a saber a qué hobby. Creo que no le faltaban aficiones, aunque ninguna le tiraba más que desentrañar las intrincadas madejas de la información internacional. No a partir de elucubraciones, bulos interesados o lugares comunes tamizados por esta o aquella ideología. Lo suyo eran los datos y, desde luego, el conocimiento enciclopédico de la Historia lejana y reciente, de la que él mismo había sido no ya testigo directo sino protagonista. Apenas con 14 años, llegó a Barcelona junto a su familia desde Rumanía, huyendo de los estragos de la segunda Guerra Mundial. Fue, por lo tanto, un refugiado como los centenares de miles que ahora huyen de Ucrania y sobre los que, por desgracia, no podrá escribir.
Su último texto para los diarios del Grupo Noticias lo escribió, ya muy enfermo, un par de días después del comienzo de la invasión rusa. Nos hablaba ahí del nudo gordiano que se dilucida en esta contienda. Putin, decía Valentín, tiene soldados dispuestos a morir por sus interesares, aunque le falta dinero para pagarlos. La OTAN, al otro lado, tiene dinero de sobra, pero no soldados y menos, dispuestos a morir por Ucrania. No mencionaba a los heroicos civiles ucranianos que sí están aportando su sangre a una causa seguramente perdida. Pero sí a China, agazapada a la espera de beneficiarse de la destrucción mutua. Ha sido la última lección del maestro del adusto traje gris y la eterna pajarita. Cuánto le echaré de menos.