oincidiendo con la firma del Convenio sobre los humedales de importancia internacional de Ramsar (Irán, 1971), el 2 de febrero se celebra el Día Mundial de los Humedales. El Estado español se adhirió a este acuerdo en 1982 y 26 años después de su ratificación, en 1997, se empezaron a conmemorar estas extensiones de tierra inundadas de forma permanente y que aglutinan una serie de ecosistemas híbridos que pueden ser de agua dulce o salada. La lista es extensa: pantanos, turberas, marismas, arrecifes de coral, manglares, lagos, ríos... Al mismo tiempo, existen humedales artificiales que han surgido como consecuencia de la intervención humana; los embalses, las salinas y estanques son algunos ejemplos.

Su papel es fundamental para regular el llamado ciclo del agua y del clima, garantizando así un equilibrio ecológico perfecto. Sin embargo, muchos humedales corren el riesgo de desaparecer: se calcula que en los últimos 35 años se han perdido más de la mitad de estos espacios naturales. Según el Departamento de Desarrollo Rural y Medio Ambiente del Gobierno de Navarra, la Comunidad Foral cuenta con 23 zonas húmedas protegidas dentro de su territorio y, entre todas ellas, destacan las poco conocidas turberas. Se trata de un entorno húmedo que a priori no llama especialmente la atención y que, como su nombre indica, se forma una turba o un conglomerado de tejidos de plantas que se descomponen sobre el agua.

Tienen un aspecto cenagoso y poco atractivo para la vista. Estos vegetales muertos pueden alcanzar un grosor considerable de varios metros de altura y se originan en ambientes fríos y húmedos. Las turberas se dan mayoritariamente en la cornisa cantábrica. La de Belate, con una antigüedad de 17.000 años y cuatro metros de espesor, es uno de los mayores depósitos de turba en Navarra, un tesoro medioambiental que debemos salvaguardar por varias razones. En primer lugar, por acoger casi en secreto especies de gran valor histórico y ecológico. Son tratados enciclopédicos naturales bajo tierra que atesoran valiosa información sobre el paisaje y el clima de épocas pasadas.

Además, se han convertido en unos aliados indispensables en la lucha contra el cambio climático. Su capacidad de almacenar carbono es asombrosa: se calcula que una hectárea puede llegar a retener el doble de carbono que un bosque tropical. En caso de que llueva copiosamente, reducen sensiblemente la posibilidad de que ocurran catástrofes naturales, puesto que absorben mucha cantidad de agua.

La típica postal de la cadena montañosa de Belate suele ser la de los bosques de hayas y robles o, en su defecto, está compuesta por verdes prados por donde transitan vacas y ovejas. También es un lugar de paso obligado para las aves migratorias, que encuentran descanso y acomodo en su largo viaje hacia el Mediterráneo. La zona, situada en el extremo noroccidental de Navarra y con una superficie de 26.067 hectáreas, alberga hábitats naturales, flora y fauna silvestre representativos de la diversidad biológica de la geografía foral. Desde 2014 está considerada como Zona Especial de Conservación (ZEC).

Debido a su relativo anonimato, la turbera podría formar parte del reverso de la clásica foto de Belate. Cubierta de musgos y plantas, este gran almacén de agua está rodeado de una valla y hay un acceso para poder acceder al lugar. Las plantas son la base de las turberas, una característica común en todos los ecosistemas, y además de musgos se pueden encontrar atrapamusgos y todo tipo de insectos y anfibios, entre los que se encuentran los tritones palmeados, la rana bermeja y el sapo común.

La vida en las turberas no es sencilla. Solo unas pocas especies han conseguido sobrevivir adoptándose a un entorno hostil. Las plantas carnívoras, que básicamente se alimentan de insectos, han logrado perdurar en el tiempo gracias a grandes dosis de ingenio y capacidad evolutiva.

En nuestras turberas coexisten distintas especies de plantas carnívoras. Están protegidas por el ejecutivo navarro, ya que “sus poblaciones son muy escasas y vulnerables”. Por una parte, tenemos las grasillas (Pinguicula grandiflora y Pinguicula lusitanic) y por otra las atrapamoscas, también conocidas como hierba de la gota o rocíos del sol (Drosera rotundifolia y Drosera intermedia).

Estas últimas son apasionantes. Llamaron la atención del mismísimo Charles Darwin, quien en su faceta de jardinero las estudió y admiró dedicando 15 años de su vida a las plantas insectívoras. Su trampa mortal consiste en que sus hojas muestran una especie de gotas mañaneras que atraen a los insectos. Al ser pegajosas, las criaturas aladas se quedan enganchadas y no tienen escapatoria. La agonía del insecto puede durar hasta 30 minutos antes de ser devorada.

“Me gusta mucho

el monte y hacer senderismo. Son mis grandes pasiones”

“La Turbera de Belate es uno de los pocos sitios de Euskal Herria en los que hay plantas carnívoras”