Spica, La Espiga
Valdizarbe, Reyno de Navarra, solsticio de verano de 1169
Su vara de zahorí comenzó a moverse. Su vello se erizó y sintió un cosquilleo en las nalgas mientras la sacudida se hacía clara y rotunda. Ya no tenía dudas. Lo que buscaba estaba allí. Conmovido y abrasado de emoción, frey Pedro Tizón de Cadreita, excomendador templario de Novillas, dio un par de pasos. El sol buscaba ya su escondite detrás de Puente la Reina, pero él desvió su mirada hacia el otro lado, ignorando la delgada línea en que se había convertido su sombra. La tierra elevó un leve crujido ante su avance. Era el único sonido que, junto al de las golondrinas, se escuchaba en varias leguas a la redonda. Entornó los ojos y se imaginó el templo de planta octogonal que en unos años estaría justo en el lugar que ahora hollaban sus pies. Sabía que nunca lo vería terminado, pero eso no disminuyó su entusiasmo. Cayó de rodillas y acarició la tierra, dando gracias a Dios por el hallazgo. Luego hizo un leve gesto con su mano izquierda.
El joven monje-guerrero que esperaba una vara (1) más atrás, acudió a su lado. El viejo mantuvo la vista fija en el suelo.
Una expresión seria copó su rostro surcado de arrugas en el que destacaba una barba rala. La suave brisa jugó con sus cabellos, dejando al descubierto la cicatriz que corría paralela a su oreja izquierda. Sus huesudas piernas se marcaron a través de la túnica. Miembros casi famélicos que un día sostuvieron con esmero y eficacia las causas de Alfonso el Batallador, rey de Aragón y Pamplona.
Frey Pedro elevó su mirada hacia el joven monje-guerrero.
Este se acercó y tomó las monedas que Tizón le mostraba. A continuación, el viejo templario se quitó el colgante en forma de cruz que llevaba al cuello y lo colocó perpendicularmente a la tierra, sujetándolo con ambas manos. Apenas lo soltó, el crucifijo comenzó a girar. Fue la señal para que Alcatón, que así se llamaba el joven, empezara a cambiar las monedas de mano. Nada más llegar a la segunda, el colgante se detuvo. La cabeza del viejo templario se movió imperceptiblemente de forma afirmativa. Acababa de confirmar lo que intuía. Allí, a una profundidad dos veces la altura de un hombre, hallaría agua y eso significaba que acababa de encontrar su butaca del diablo: el lugar donde se juntan dos corrientes telúricas.
Se colocó de nuevo el colgante al cuello y guardó las monedas.
Luego recogió una piedra e hizo dos marcas en ella.
La primera correspondía a la runa denominada laguz. Tenía forma de un uno al revés, con el palo corto a la derecha. La segunda era un ábacus o bastón de mando. Miró al horizonte; apenas quedaba luz solar, pero estaba decidido a seguir hasta que la oscuridad lo cubriera todo. Se concentró en el punto que había señalado y la visión de la bóveda todavía sin construir estalló en su mente. Comenzó a andar con pasos firmes y seguros, moviéndose como si una fuerza interior lo guiara.
Midió con pies y cuerdas. Se agachó varias veces a marcar el terreno. Si alguien hubiera examinado el resultado desde el aire y hubiera unido los puntos con líneas imaginarias, habría visto claramente el octógono de lados irregulares planteado por Tizón. Y un observador intuitivo también habría adivinado la posición del lucernario que coronaría la construcción y que exhalaría su fuego como guía de los peregrinos que caminaban hacia Santiago. Frey Tizón estaba seguro de que Alcatón, a pesar de la escasa luz, estaría imaginando lo mismo que él, elevando ya mentalmente las paredes que sostendrían la edificación. Tenía muchas esperanzas puestas en ese hermano que acababa de llegar desde Tierra Santa.
Le habían hablado muy bien de él como guerrero y, lo que era más importante, venía recomendado por su experiencia en grandes construcciones.
Alcatón apenas distinguía ya los rasgos del excomendador de su orden, pero no le quitaba ojo de encima. Llevaban varias jornadas repitiendo la misma operación en distintos terrenos del valle y estaba harto de rebajarse a tareas que consideraba indignas de un guerrero. Hacía dos días había tenido que excavar un agujero tan hondo como para contener a cinco hombres uno encima del otro, solo para que, al acabar, el viejo demente lo obligara a taparlo de nuevo. Se juró que, si volvía a tener que hacerlo, cubriría el agujero con frey Tizón dentro.
No descartaba hacerlo allí mismo, si la ocasión le era propicia.
Sin embargo, algo lo detuvo. El excomendador no había realizado en las ocasiones anteriores marcas en las piedras ni había utilizado cuerdas ni medido el terreno con los pies. Alcatón tomó la pala, dispuesto a excavar, esta vez, con entusiasmo.
Tal vez los rumores que había escuchado tenían consistencia.
Título: ‘Las cien puertas’
Autor: Begoña Pro Uriarte
Género: Novela
Editorial: Txertoa
Páginas: 412 páginas
Quizás estaba delante de un hallazgo increíble y era cierto que había un tesoro templario escondido justo bajo sus pies.
Si era así, él sería el primero en descubrirlo y, después, sería sencillo hacer creer a todo el mundo que el excomendador había fallecido de manera natural. Sin embargo, la orden para empezar a cavar no llegó. Quienes sí aparecieron fueron dos monjes de la casa del Temple de Puente la Reina. Tizón les dio instrucciones para que permanecieran de guardia toda la
noche y conminó a su joven acompañante para que lo siguiera de regreso a la villa. Alcatón tiró la pala con desprecio. Odiaba la inacción que mostraban todos los templarios de Navarra.
Ni siquiera habían sido capaces de asistir a Geraldo Sem Pavor y al rey Alfonso de Portugal en la toma de Badajoz.
Por su culpa, Fernando II de León los había traicionado y la plaza había quedado en manos almohades.
El excomendador tomó la delantera. Unos pasos más atrás, Alcatón escuchaba la perorata de su mentor sin prestarle demasiado interés. Tropezaron con algunos peregrinos rezagados antes de llegar a la Villa Vetula (2) y Alcatón disfrutó
asustándolos, mientras los amenazaba con el filo de su espada.
Se detuvieron en la iglesia de Santa María y buscaron refugio en el hospital. Frey Tizón siempre parecía olvidarse de comer cuando se entregaba a los designios de la orden, pero Alcatón estaba hambriento. Cuando su mentor se despidió de él, se dirigió al comedor, donde la mísera cena que le sirvieron apenas dio para apaciguar su estómago. Pidió permiso para retirarse a orar. Cuando se lo concedieron, en lugar de caminar hacia su celda, salió a la calle y se dirigió hacia el barrio de San Pedro. Vestía túnica blanca sin mangas y llevaba su espada a la cintura. Le gustaba la sensación de placer que le reportaban las miradas curiosas que se detenían en la cruz patada (3) roja de su pecho. Pero le gustaba más la sensación de un estómago lleno y de un corazón caliente junto su rostro. Así que se separó del camino y se quitó la túnica. La dobló con esmero y la metió en su alforja, que luego escondió en una oquedad. Se dirigió hacia la taberna y abrió la puerta. Dentro se notaba un gran jolgorio. Observó una mesa llena de comensales donde un hombre brindaba por el nacimiento de su hijo, Rodrigo, al que vaticinaba una próspera vida y grandes gestas para la cristiandad. Se desentendió del alboroto y miró en derredor hasta encontrar a la persona que buscaba.
Se acercó a la mesa donde una jarra de vino lo esperaba y se limitó a saludar a su proveedor enarcando las cejas. A su izquierda, una muchacha llamó su atención. La observó con descaro, regodeándose en sus finos labios, en sus exuberantes caderas y en sus colmados pechos. La muchacha le sonrió. Él le devolvió el saludo, e intentó centrarse en las palabras de su interlocutor sin quitarle ojo a la mujer. Se ocuparía de ella más tarde. Rompería el juramento de los templarios. Sonrió para sí. Pero ¿acaso él lo era? Su interlocutor seguía hablando.
Alcatón no lo miraba ya y sus palabras resbalaban por sus oídos. Bernardo siempre estaba con la misma cantinela.
–¿Cuándo os haréis con la espada? –le preguntó Bernardo.
Alcatón sonrió y sacudió la cabeza en un intento por apartar el cabello castaño que enmarcaba su rostro. Se mesó la barba, perfectamente cuidada, y apartó la mirada por primera vez de la muchacha. Su pupila se empequeñeció y el marrón de sus ojos se hizo más intenso, dándoles un aspecto fiero.
El que había hecho la pregunta tragó saliva y se encogió en el taburete.
–Bernardo –le dijo aparentando tranquilidad, pero acercando su rostro y clavando sus pupilas en las de él–, la paciencia es la clave de esta operación. Y creo que, si esperamos lo suficiente, encontraremos un tesoro aún mayor.
–¿Mayor que la espada? Tengo un comprador que nos dará mucho dinero por ella.
–Todo a su debido tiempo –dijo apurando la jarra y volviendo a mirar a la muchacha–. El viejo no se separa de ella, pero encontraré el momento.
Se levantó, depositó una moneda en la mesa y dio dos golpecitos sobre el hombro de su acompañante.
–No hagas ninguna tontería, Bernardo.
El aludido hizo un gesto negativo y lo vio marchar en pos de la muchacha.
(1) Medida de longitud equivalente a 3 pies o a 0,835 metros.
(2) La Villa Vetula o Villa Vieja de Murugarren constituía un núcleo localizado en la zona norte de la actual Puente la Reina. Había sido donado por el rey García Ramírez el Restaurador a los templarios antes de 1142.
(3) Cruz templaria.