No impide, pero molesta. Y a veces, incluso sangra. Por eso, sin que él lo sepa, a uno de los habituales de nuestro amado templo del cortado mañanero le llaman, por lo bajinis, almorrana. Además, como las de verdad –o eso dice nuestro querido escanciador de café y otras sustancias–, suele ser especialmente tocapelotas cuando se bebe un par de cervezas de más y pide pintxo de txistorra para acompañar. Por lo general, entre los viejillos hay tres tipos de posturas con respecto a él. Hay quien incluso le aplaude si su postura a favor o en contra de la discusión protagonista del momento coincide con la propia. Es decir, el ejercicio práctico de a río revuelto, ganancia de pescadores. Hay quien, por contra, decide aplicar aquello de por la paz un Ave María y hacer como si nada, sea la circunstancia que sea. Pasar siempre no es fácil, pero evita males mayores. Y hay quien, por último, se dedica a contradecir al susodicho pase lo que pase, más que nada por seguir esa costumbre muy propia del local de no dejar títere con cabeza. El otro lunes, sin ir más lejos, estuvo a punto de comenzar otro 18 de julio a cuenta de un discurso que se marcó el buen hombre sobre lo digno, ejemplar y pulcro que es él y lo mierdas que somos el resto. La cuestión es que él, como pasa con las almorranas, no es una excepción.