Practicar el enoturismo está ahora mismo de moda y se hace en lugares diversos, algunos con pocos argumentos, otros con muchísimos. Es el caso de Lleida –sí, esa provincia catalana que no tiene mar, qué más dará– argumentos los hay a raudales. No por menos conocida, esta provincia, la más próxima a Euskal Herria de Cataluña, deja de ser rica, sorprendente, variada, acogedora y divertida. Y además tiene unos vinos que emocionan.
En Lleida, aparte de la genérica D.O. Catalunya, y de la más que genérica D.O. Cava, está la D.O. Costers del Segre, que recorre prácticamente toda la provincia en su franja más occidental y se divide en siete subzonas para reconocer su diversidad. Es una denominación de origen joven, pequeña con sus 35 bodegas, veinte de ellas prácticamente familiares a cambio de una gigantesca, Raimat, y por ello descompensada: el pez grande ocupa casi la mitad de las poco más de 4.000 hectáreas que se explotan bajo su nombre. Da igual rincón grande que rincón pequeño, porque en todos hay vinos para soñar, para disfrutar, para hacer enoturismo del de verdad.
Ahora, con esto de la sequía y la falta de agua existe preocupación general: “Veo el futuro con incertidumbre”, dice Tomás Cusiné, presidente de la D.O. y persona que está al mando de la bodega con más solera de todas, Castell del Remei. “Hacemos buenos vinos, pero fuera no se nos conoce”, añade, “ y además vamos a tener que adaptarnos a los nuevos tiempos”, concluye, y lo dice por él y por el resto de productores.
Una buena manera de articular la experiencia enoturística por tierras de Lleida es dejarse llevar por su Ruta del Vino, una organización que, a modo de cluster, recoge toda la cadena de valor: en ella no solo están las bodegas; también hay restaurantes, alojamientos, enotecas, ayuntamientos, empresas turísticas y culturales y otro tipo de entidades. Un conglomerado a través del cual es fácil moverse y que en la actualidad preside Montse Guardiola, del restaurante El Celler del Roser (www.cellerdelroser.cat), establecimiento dedicado a la cocina tradicional pero con mucha miga, y que está situado en el centro histórico de la capital desde 1992. “Somos casi 70 miembros y tenemos mucha ilusión por hacer las cosas bien”, dice. “Somos también miembros de la Ruta del Vino de España, lo que nos garantiza una calidad”, añade. “Gente muy de la tierra”, concluye, como de la tierra es su propuesta culinaria, un kilómetro cero sin tonterías donde inicias con una extraordinaria cata de aceites (¿tierra de vinos? ¡Y de aceites! Vaya aceites probará el viajero que se anime con una ruta por Lleida), y por la que desfilan platos de bacalao, carnes variadas, productos de la huerta y clásicos como la escalivada o los caracoles a la llauna. Por cierto, en esta casa ofrecen un finísimo carpaccio de manos de cerdo con boletus que sorprende para bien incluso al comensal más prevenido.
Y puestos a arrancar con la ruta, y dado que estamos en la capital provincial, parece inevitable hacerlo en la Seu Vella, que marca la silueta de la ciudad se mire desde donde se mire y que el arquitecto y dibujante Peridis no dudó en situarla en la primerísima línea de los grandes monumentos del país en su serie televisiva La luz y el misterio de las catedrales. Pendiente de su reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad, la Seu Vella, de abigarrada historia en sus más de 800 años de vida (se empezó a construir en 1203), es un lugar fundamental. Y también se puede conocer desde el punto de vista del vino gracias a la visita temática Vino de Piedra, en la que Olga Paz, de Nomon Turisme Cultural (nomonlleida.com), descubre al viajero botas y bebedores en algunas ménsulas exteriores, racimos, hojas de parra y escenas de vendimia en muchos capiteles interiores y del claustro, y pinturas en el edificio de La Canónica, que albergó en su día un comedor para personas desfavorecidas, que no hacen sino reconocer la fundamental importancia que ha tenido la viticultura en estas tierras desde la Edad Media, con sus regulaciones, normativas y prohibiciones, con la omnipresencia del vino como higienizador del agua, como alimento, como actividad agrícola básica y también como motor económico incluso de la propia catedral, que contaba con bodega propia.
A un tiro de piedra de la Seu está Raimat (raimat.com), que con sus 1.700 hectáreas de explotación es el mayor parque de viñedos de toda Europa. Esa misma agua que por su ausencia hoy preocupa a los productores fue la que, con su ansiada presencia a partir de finales del XIX, permitió convertir amplias zonas de la provincia de Lleida que hasta entonces eran semidesérticas en fértiles tierras de cultivo. Primero el canal de Urgell, abierto en 1862, y después el canal de Aragón y Cataluña, que el rey Alfonso XII inauguró en 1906, obraron el milagro. Precisamente este es el que permitió que un antiguo poblado fechado en el siglo XVII y sus alrededores se convirtieran en lo que Raimat es hoy: una inmensa finca con viñedos cultivados en ecológico después de una aventura empresarial que comenzó cuando en 1914 Manuel Raventós i Doménech, de Codorniú, grupo al que aún pertenece la empresa, adquirió unas tierras, todavía áridas, para iniciar dos proyectos diferentes: en primer lugar, la construcción en 1918 un edificio modernista de esos llamados catedrales del vino, diseñado por Joan Rubió, discípulo de Gaudí, a quien la propiedad se había dirigido en primer lugar, y ochenta años después la nueva bodega, diseñada por Domingo Triay.
Centrado en los espumosos hasta finales de los años 70 del siglo pasado, poco después aparecerían en la casa los vinos tranquilos, actualmente tan apreciados. Sea como fuere, la visita a ambos edificios y a los viñedos, sobre todo a los de las 700 hectáreas que conforman Raimat Natura, es actividad obligada para cualquier enoturista de hoy.
Y de ahí, un salto de pocos kilómetros permite llegar hasta el municipio de Alfarrás, donde recibir una auténtica lección de agricultura biodinámica que atempera o elimina muchos de los prejuicios que algunos tienen sobre esta forma de concebir el campo, su desarrollo y su explotación de acuerdo a conceptos de ciclos biológicos, exclusión de pesticidas y otros productos químicos, combate de plagas mediante remedios naturales y respeto a la diversidad de fauna y flora de cada zona.
Amparada por la Serra Llarga y entre sorprendentes cultivos de maíz para las latitudes en las que estamos, aparece Vinya Nuria, una de las cinco fincas de que dispone la Bodega Lagravera (lagravera.com). Pilar Salillas, enóloga y directora general, y Miquel García, director técnico, desgranan ante el visitante un apresurado master en respeto por el medio natural y enseñan unas vides diferentes, poderosas y alegres sobre un terruño esponjoso que va creciendo año tras año a razón de un milímetro por temporada. Hablando de los muchos yesos que contiene ese suelo Miquel desgrana una sentencia que huele a verdad: “No hay malas hierbas, solo hierbas”, y es lo que se ve en una breve visita al viñedo. “Trabajamos como se hacía antes de la Revolución Industrial, pero con las nuevas tecnologías”, dicen, antes de enseñar orgullosos su laboratorio de hierbas con las que obrar la magia de la fitoterapia. Por ejemplo, dicen que la ortiga tiene un 52% de hierro, un potencial que no hay que desaprovechar, así que la convierten en purín trabajándola con agua de lluvia. Además recogen sus propios estiércoles, han conseguido eliminar cualquier uso de azufre, a pesar de que cuando lo hicieron era de roca y no industrial, y en definitiva manejan un universo diferente e inhabitual en el mundillo vitivinícola actual. Un universo en el que cuidar la viña implica también cuidar, previa y posteriormente, muchos otros detalles.
Un breve desplazamiento permite llegar hasta Castelló de Farfanya, donde la casa tiene un viñedo de 1889 que es una maravilla, con cepas sorprendentemente grandes y lucidas para su edad, donde hay presentes 24 variedades, tres de las cuales, con nombres tan curiosos como X 8, X Avi 1997 y X Avi 2167 son únicas, y algunas como la Heben o la Trobat tan desconocidas como apreciables, esta segunda en claro proceso de recuperación también en otros lugares de la Denominación.
Es el terreno ideal para hacer una cata picnic mientras atardece, con el legendario monasterio de Les Avellanes dibujándose al fondo del paisaje. Quien tenga la oportunidad de vivir este milagro no lo olvidará fácilmente, porque a todo esto, en Lagravera se hacen vinos de categoría, con las gamas Ciclic y Ónra (tienen en esta casa 14 referencias), que ponen con su originalidad y su calidad el disfrute por delante de todo. Vinos para no olvidar.
Y como no todo va a ser catar en el enoturismo, un agradable paseo en coche lleva hasta Arbeca, el pueblo que ha dado nombre a la variedad arbequina de aceitunas, en cuyas afueras hay un rincón sorprendente. Como si surgieran de la nada en medio de una plana inmensa, sorprenden los restos del antiguo yacimiento preibérico de Els Vilars, que con sus 2.800 años de historia a cuestas sigue contándonos sus secretos gracias sobre todo a los esfuerzos del Ayuntamiento local y de un grupo de entusiastas voluntarios. Su realidad es difícil de resumir, pero cabe decir que se trata de un gran castro rodeado por un inmenso foso seco que contó en sus tiempos de esplendor con 12 torres-contrafuerte, donde empezaron viviendo 800 años antes de Cristo unas 70 personas, que llegaron a ser 200. Era esta una fortaleza con una organización excelente, incluidos fuegos comunitarios para cocinar y espacios compartidos, que estuvo habitada durante cuatro siglos sin que se sepan exactamente las causas por las que fue abandonada, que sus habitantes eran agricultores y pastores, y que después de 29 años de investigaciones, que son los que actualmente llevan los científicos in situ, se sabe que también aquí se hacía vino, porque se han encontrado restos de una vieja prensa, que serviría igual para la uva que para la oliva.
Y con ese nombre, Vinya els Vilars d’Arbeca (vinyaelsvilars.cat), hay una curiosa bodega muy cerca, con dos argumentos tan distintos como atractivos: buenos vinos y un espacio para autocaravanas con 25 plazas perfectamente habilitadas y que cuenta con punto de luz, servicios, barbacoa, duchas…
Antonio Aldomá resume así su aventura: “Soy agricultor desde siempre, me gustaba el vino y en 2002 planté viñas en esta finca. Nuestro proyecto es joven, tenemos diez hectáreas y trabajamos con cuatro variedades tintas y una blanca”, la macabeo, conocida como viura en otras latitudes y que tan definitiva y personal es en muchos rincones de la D.O. Costers del Segre, con su punto atractivo y aromático de acidez media.
Aquí vendimian a mano y elaboran unas 30.000 botellas por campaña, en una bodega en la que también se prestan a trabajar para terceros, y que cuenta tanto con depósitos convencionales como con ánforas de hormigón. “Las autocaravanas son nuestro principal distribuidor”, dice Antonio, ya que los visitantes, procedentes de numerosos países de toda Europa, siempre se llevan vino después de su estancia. “Yo no lucho mucho por salir fuera; mi filosofía es más que la gente venga aquí. Y me va bien”, reconoce. Por eso organiza para sus visitantes todo tipo de actividades relacionadas con el vino, incluidos conciertos y exposiciones, además de prestar sus instalaciones para bodas y fiestas de empresa. Y por supuesto, catas de las ocho referencias que pone en el mercado, como el elegante blanco Quim, monovarietal macabaeo, el apreciable y afrutado rosado Nena, 100% syrah, con toda la atracción del sangrado, el tinto Vilars, con el que comenzó la aventura, y un Roble fresco y atractivo.
También da a probar a quien lo solicita un vino experimental criado durante un año en un ánfora de barro impermeabilizada con cera de abeja, que vaya si transmite su aroma, aunque esta no es una aventura apta para cualquier paladar. Antonio, por lo demás, es un hombre sin filtros, y hablar con él es uno de los grandes atractivos de la visita a esta bodega.