En 1993, una chispa que escapó de la chimenea prendió fuego al piso neoyorkino en el que Toni Morrison guardaba algunos de sus manuscritos. No era la primera vez que la escritora se enfrentaba a la imparable fuerza de las llamas, pues, siendo niña, el casero respondió al retraso en el pago del alquiler prendiendo fuego al hogar en el que residía junto a su humilde familia. Y lo hizo, importante matiz, con los inquilinos dentro.

Puede afirmarse, por tanto, que Toni, nacida Chloe Wofford, tuvo temprana conciencia de cómo se las gastaba el mundo en general y EEUU en particular. Del mismo modo que la había tenido su padre, testigo directo del linchamiento de hombres negros en su Georgia natal.

No hace falta ser psicoanalista para entender el modo en que esa clase de sucesos acabaron por definir la obra de Morrison. Como novelista, ensayista, editora y profesora universitaria se esmeró en recomponer la memoria y reescribir la historia de su país; retirando, tal y como explicaba, las tiritas que tapaban profundas cicatrices infligidas por un pasado interesadamente desdibujado. En su prosa se dan cita de forma recurrente la esclavitud, el racismo, la segregación, el desarraigo, la construcción de la identidad, la condición femenina, la sensualidad, el amor, la amistad o la muerte.

La Historia siempre ha demostrado que los libros son la primera trinchera en la que se libran ciertas batallas

Poseedora de un depurado estilo que aúna, en admirable equilibrio, el lirismo y la más descarnada violencia, la autora reflejó la vida de la población negra, en especial de las mujeres, en el contexto racista, sexista y clasista de la sociedad estadounidense. Con el realismo mágico, casi metafísico, que sobrevuela sus historias, alimentado por las canciones, mitos y cuentos tradicionales afroamericanos, por las historias de fantasmas que le narraba su abuela o por los acordes libres del jazz, abordó el choque entre su herencia cultural y el imperante modelo blanco.

Se tomó, eso sí, su tiempo. A punto de cumplir los 40, separada y con dos hijos a su cargo, decidió por fin alzar su voz literaria. Su primera novela, Ojos azules, sentó las bases de su identidad como autora. Narró en él la historia de Pecola, una niña negra y solitaria que sueña con tener los ojos azules, como las muñecas de sus amigas, como Shirley Temple. Más de medio siglo después, este libro tiene el dudoso honor de formar parte de la infame lista de títulos censurados por la Asociación Estadounidense de Bibliotecas, lo que suele implicar su desaparición de los currículos escolares y de las estanterías de las bibliotecas públicas. A fin de cuentas, como la propia Toni Morrison reflexionaba en sus memorias, “la Historia siempre ha demostrado que los libros son la primera trinchera en la que se libran ciertas batallas”. Y quienes eligen vivir ignorando determinadas realidades, como si con ello dejaran de existir, prefieren no mirar de frente a los abusos sexuales que menores como Pecola sufren en su entorno familiar, ni a las dificultades de la comunidad negra para construir su autoestima en una sociedad carente de referentes.

Llegarían una docena de títulos más, como La canción de Salomón o Beloved, la historia de una esclava fugitiva que asesina a su hija para evitarle una vida de esclavitud. Recibió por ella el Premio Pulitzer, al que seguiría, en 1993, el Nobel de Literatura, concedido por octava vez a una mujer y por primera vez a una mujer afrodescendiente. Destacó la Academia Sueca “su arte narrativo impregnado de fuerza visionaria y poesía, que ofrece una pintura viva de un aspecto esencial de la realidad norteamericana”; aunque no faltó, claro, quien osó afirmar que el galardón le había sido concedido por corrección política.

En 2019 se apagó, a los 88 años, una de las grandes voces literarias y máximo exponente del poder de la palabra. Lo hizo, muy a su pesar, nueve años después que Slade, su hijo y colaborador.