Un día como hoy de hace una década, unos 600 jóvenes subsaharianos que aspiraban a solicitar asilo en territorio europeo lanzaron su desesperación contra la valla de Melilla en el mayor intento de entrada por la fuerza registrado. Afortunadamente menos sangriento que otros hechos posteriores –con fallecidos por ahogamiento, aplastamiento o la brutal represión de gendarmes marroquíes– el hecho deja en la memoria a ochenta de ellos encaramados a lo alto de la valla, sin poder acceder a Melilla, durante 16 horas. Todos ellos fueron expulsados inmediatamente y la Justicia europea, que originalmente atendió algunas demandas por no haberse dado la oportunidad de solicitar asilo, no les restituyó en el ejercicio del derecho de protección. Aún hoy, el eco de aquella decisión está en la base del tratamiento que reciben cientos de personas que sufren las llamadas devoluciones en caliente, consideradas ilegales por organizaciones de derechos humanos internacionales y por la propia Comisaría de la ONU para los Refugiados (ACNUR). El problema de la gestión de las solicitudes de asilo es continental, aunque sea la frontera sur europea la que resulta más permeable y registra más peticiones. El derecho de asilo es un principio humanitario establecido y reconocido por la legislación internacional pero vive en un limbo que permite que las solicitudes se dilaten, se entierren o directamente se impidan, haciendo tabla rasa con una gestión global de todos los migrantes extranjeros. Difícilmente se podrá establecer un consenso humanitario respetuoso con la dignidad humana en materia de migración por causas económicas –que no deja de ser un motivo de supervivencia– si ni siquiera los principios presuntamente asentados, como es reconocer la necesidad de recibir asilo que asiste a las personas que huyen de zonas en conflicto o sufren represión de derechos, se atienden eficazmente. Europa ralentiza el tratamiento de las peticiones de asilo y el Estado español está en el vagón de cola de la eficiencia. De hecho, las trabas administrativas hacen que muchas miles de personas no tengan siquiera la oportunidad de acreditar su condición de refugiado y se vean expulsados o condenados a la ilegalidad sin documentos oficiales. La causa humanitaria pierde peso frente al frío tránsito administrativo que está enterrando valores que debían caracterizar a Europa.