El derecho individual a una muerte digna, la elección personal de eludir la degradación irreversible o el calvario doloroso ha adquirido el refuerzo de la interpretación jurídica de la norma que garantiza a las personas la asistencia de las estructuras públicas si se decide cuándo encarar el tránsito de poner fin a la vida. El Tribunal Constitucional ha avalado esta semana por abrumadora mayoría de su Pleno –9 votos frente a 2– la Ley reguladora de la eutanasia tras rechazar el recurso contra ella presentado por Vox y sentar las bases jurídicas sobre las que se anticipa también el descarte del esgrimido por el Partido Popular. Si el enunciado argumental del recurso del partido de ultraderecha ya supeditaba el derecho a percepciones ideológicas, que no éticas, la respuesta constitucional blinda los extremos del debate. Vox sostenía que el derecho a la vida es de naturaleza absoluta y debe ser preservado por el Estado sobre la voluntad de la persona. Es decir, no reconoce la titularidad individual del derecho a la vida y lo sitúa en manos de una voluntad política ajena. El absurdo argumental de negar que la persona sea titular de su derecho a la vida se describe por sí mismo. Las vidas no pueden ser propiedad del Estado o de cualquier otra organización. La alienación de la persona que conllevaría carece del mínimo rigor en materia de derechos humanos. El Tribunal Constitucional lo explica amparándose en dos artículos del texto constitucional –el 10.1 y el 15– sobre los principios de dignidad humana y libre desarrollo personal y el derecho a la integridad física y moral del individuo. La pretensión de obligar a permanecer con vida, de someter a un proceso que la persona pueda considerar degradante o doloroso en su irreversibilidad implica arrebatarle su derecho de autodeterminación personal y ha quedado descartada. El Estado está obligado a asistir el derecho a morir dignamente como lo está a proveer de los medios para ejercer todos los demás. Los mecanismos paliativos, la objeción de conciencia, la asistencia al enfermo, son elementos que la norma contempla pero en ningún caso se imponen en sustitución de la libre elección. Con independencia de convicciones morales y religiosas respetables, el TC acredita que la vida y su final son derechos del titular de la misma, no de voluntades ajenas: ni impedir ni imponer.