Los ciclos ordenan el tiempo como costuras: no se ven desde lejos, pero al acercarse unen la tela. Las estaciones avanzan, los días se acortan, la luz cambia de sitio en la misma pared, y esa repetición deja una certeza discreta: algo se mueve, aunque por dentro parezca que todo está quieto. También la cultura avanza así, por retornos, aunque suene a paradoja. No siempre comienza; a menudo reaparece, se reescribe. Sin esas marcas, el año sería una línea sin relieve.

La Navidad no deja de ser uno de esos pliegues que tiene nuestra cultura, nuestra civilización. Un stop que altera horarios y obliga a mirar el calendario con otra respiración. Su origen religioso, en muchos lugares, se ha ido diluyendo, pero queda una función: cerrar un tramo y abrir otro. Como quien apaga y enciende una lámpara para comprobar que sigue habiendo corriente. El tiempo se espesa, la ciudad se ilumina por exceso. Y durante unos días se vive con la sensación de estar en un umbral. No hace falta convertirlo en euforia: basta con reconocer el cambio de ritmo.

En otros lugares, ese mismo tramo del año adopta acentos inesperados. En Japón, por ejemplo, la Navidad se entiende más como un cambio de escena que como festividad espiritual. Se asocia a lo sentimental y a lo comercial, y una comida concreta –pollo frito convertido en rito por una campaña de los años setenta– ha terminado por fijarse como costumbre. No es una tradición antigua, pero la repetición también fabrica tradición: basta con que el gesto vuelva todos los años. En Ucrania, algunos árboles se decoran con telarañas plateadas. La imagen viene de un relato popular donde una familia pobre amanece con su casa transformada por el brillo. No hay aquí confort infantil; hay espera, deseo y la idea de que algo puede cambiar sin aviso. Una telaraña, que suele significar abandono, se vuelve promesa: un hilo que no atrapa, sino que sostiene.

En Austria y zonas vecinas, el invierno saca los dientes. El Krampus, figura monstruosa que acompaña a San Nicolás, recorre las calles entre máscaras y ruido. La fiesta incluye lo incómodo: recuerda que el frío no es solo recogimiento, también es miedo, exceso, desorden acotado para que el orden pueda volver. En Filipinas, la Navidad se estira durante meses. Desde septiembre aparecen luces y canciones. En un país marcado por la emigración, alargar la espera es una manera de mantener el hilo: más días para sentirse cerca cuando muchos están lejos.

Estas variantes no son solo folclore. Dicen algo de cada sociedad y de lo que cada una decide poner en primer plano: consumo, cuento, temor, comunidad. La fecha es la misma, pero el mecanismo cambia, como una melodía cuando se toca con otro instrumento. Quizá por eso siguen funcionando los ciclos. No prometen cambios, pero orientan. En tiempos que exigen empezar de cero cada semana, conviene esa idea machadiana de que el presente nunca termina de pasar: vuelve, se repite, y en esa vuelta confirma, al menos, que un año pasa y otro viene.