a implementación desde hoy de las nuevas restricciones decididas en el LABI (Larrialdiei Aurregiteko Bidea) o Plan de Protección Civil vasco para intentar frenar el exponencial crecimiento del número de contagios de covid-19, que en los últimos diez días, desde el 28 de octubre, han alcanzado en la CAPV los 12.895 positivos en 136.381 pruebas diagnósticas practicadas, es decir, un 9,4%, conlleva una triple frustración. Por un lado, la que constata, efectivamente, la incapacidad de la sociedad -o al menos de partes de la misma- para comprender las enormes exigencias de enfrentar la pandemia, y por tanto cumplirlas con el máximo rigor. Por otro y en consecuencia, la que evidencia la impotencia de aquellos a quienes los ciudadanos han elegido en su representación para hacer efectivos los esfuerzos de su liderazgo en el convencimiento social de la práctica efectiva de dichas exigencias más allá de las consecuencias punitivas de no cumplirlas. Y finalmente, toda vez que las dos anteriores enraizan en el desconocimiento, la de una ciencia ineficaz en el proceso de acelerar las respuestas y, sobre todo, en evitar durante el mismo contradicciones que ayudan a generar la incomprensión y la impotencia en la sociedad y sus administraciones. Pero la superación de esa triple frustración no está en el ejercicio de señalar responsabilidades ajenas, sino en la práctica de asumir cada cual las propias. A la sociedad, a cada ciudadano, cabe demandarle extremar la prevención y el cumplimiento de cada una de las medidas que, pese al desconocimiento, se ponen en marcha porque hasta el momento son las únicas que se han mostrado al menos parcialmente efectivas: distanciamiento social, higiene, reducción de la movilidad... A los responsables políticos, el ejercicio de la concienciación en el discurso y la ejemplaridad en la actuación más que el reproche interesado o el constante recrudecimiento de restricciones que pueden llevar a un complejo contraste entre casos y situaciones y plantean el horizonte de un nuevo confinamiento de coste incalculable. Y a la ciencia, más premura y diligencia, acordes a las urgencias de una enfermedad que ya han sufrido más de 48 millones de personas y ha causado más de 1,23 millones de muertos y cuya persistencia amenaza con socavar principios fundamentales de la convivencia en todo el mundo.
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