El hasta ayer presidente del Popular, Emilio Saracho, se va del banco tras apenas seis meses en el cargo y sin haber cumplido los objetivos de futuro que se marcó para la entidad, que pasaban por una nueva ampliación de capital o por buscar un comprador que ofreciera un precio justo por el banco. Los anhelos de Saracho se vieron truncados ayer, cuando el Banco Central Europeo (BCE) dio la puntilla a la entidad: la declaró inviable y encomendó a la Junta Única de Resolución -el mecanismo europeo encargado de intervenir tras la unión bancaria- que subastara el banco al mejor postor y sin que costara un euro al erario público.
La subasta fue para el Santander, que finalmente se queda con el banco al precio de un euro, en lo que supone la primera operación de bail in que se acomete en Europa, es decir, liquidar una entidad sin coste para el contribuyente. Sólo pagan accionistas y bonistas.
Saracho desembarcó en el Popular en diciembre de 2016 en uno de sus momentos más convulsos, con los inversores poniendo en duda el plan de reestructuración ideado por su predecesor Ángel Ron, con el que quería deshacerse de 15.000 millones de euros en activos improductivos antes de 2018 mediante la creación de un banco malo con 6.000 millones de euros en inmuebles adjudicados. Su candidatura se impuso con el respaldo de la familia del magnate mexicano Antonio del Valle, titular del 4,25% del capital del banco y partidario de la fusión de Popular con otro competidor.
En su última comparecencia antes de abandonar la entidad, durante la presentación de los resultados de 2016, Ron aseguró que se iba con la “tranquilidad del deber cumplido”; ese año, el banco se apuntó unas pérdidas de 3.485,36 millones de euros tras destinar 5.692 millones a provisiones para reforzar su balance, devolver a sus clientes lo cobrado de más por las cláusulas suelo y acelerar la desinversión en activos no productivos. Pero pronto se hizo evidente que la situación era más grave de lo que aparentaba y las grandes agencias de calificación se apresuraron a rebajar la nota que aplicaban al Popular, con el argumento, en el caso de Standard & Poor’s, de que su situación de capital era “débil” y su capacidad para generarlo de forma orgánica “limitada”, lo que abocaba a la entidad a una nueva ampliación de capital.
Saracho asumió el compromiso de la ampliación de capital, que hubiera sido la cuarta desde el inicio de la crisis, y aunque en algún momento admitió que no descartaba una fusión, siempre se inclinó por la aparición de un comprador, asumiendo que “merece la pena luchar” por la entidad y que en ningún caso podía imaginar “su desaparición”.
Pero la desconfianza del mercado hizo inviable esta solución y pronto fue evidente que o aparecía un comprador o la intervención era inevitable. El banco recibió también el tibio respaldo del Gobierno, que aseguraba que era “solvente” pero le urgía a tomar “decisiones importantes en los próximos meses”.
Las cuentas del primer trimestre supusieron un nuevo revés, ya que entre enero y marzo registró unas pérdidas de 137 millones de euros, después de dotar 496 millones a provisiones por el negocio inmobiliario, en contraste con el beneficio neto de 93,7 millones correspondiente al mismo periodo de 2016. Además, sufrió el acoso de los inversores bajistas, los que apuestan por la caída de un valor, que llegaron a superar un 12 % del capital; al cierre el martes de su última sesión bursátil su capitalización apenas superaba los 1.330 millones de euros tras haber perdido desde enero más del 65 % de su valor.
A mediados de mayo se dispararon los rumores sobre el interés que suscitaba el Popular en tres de los grandes bancos españoles, Santander, BBVA y Bankia, después de que la propia entidad se diera de plazo hasta el 10 de junio para cerrar la fusión con alguna de ellas, con objeto de evitar la intervención y una inyección de capital público, proceso que culminó ayer con la compra por parte del Santander.