Richard Carapaz es un rostro pintado para la guerra. El rojo de la Vuelta, el rosa del Giro y el amarillo del Tour le decoran. Líder en las tres carreras, el campeón olímpico, redondeó el círculo virtuoso en Superdévoluy. Se descorchó al fin un ciclista irreductible, siempre al ataque. Bravo y valiente.

Alma de campeón. Después de varias fugas, el ecuatoriano se desplegó con un un triunfo redentor. Encontró la paz, superlativo tras hilar una subida estupenda en Noyer para anidar feliz en la gloria. Se subió al cielo.

En él reina la deidad del Tour, Tadej Pogacar, otra vez demostrando una superioridad insultante. Nada se le acerca. El cometa esloveno se pavoneó en Noyer, donde Jonas Vingegaard mostró debilidad y Remco Evenepoel, ambición. El belga, con un ataque final en Superdévoluy, agarró una docena de segundos para su causa. El líder esprintó a 300 metros para mirar atrás y hundir la moral del danés, al que mandó al diván. Pogacar se aleja cuando quiere y Evenepoel le acosa.

Tadej Pogacar, otra vez superior. Efe

Otro golpe psicológico. La bota sobre el cuello. La autoridad mal entendida. Emanó un punto de soberbia en Pogacar y su estrategia de tierra quemada. Un dragón con alas que todo lo quema. Le puede la gula, glotón.

No tenía necesidad de hacerlo, pero el esloveno no quiere que brote ninguna flor en el jardín del danés, que se sostuvo como pudo entre la maleza, camuflado en la impotencia. Laporte, Van Aert y Benoot, que estuvieron adelantados en la fuga, cauterizaron la herida.

Presiona Evenepoel

En Noyer, cuando todo era calma, Pogacar, el biónico, el espectáculo que no cesa, el infatigable, el hombre que no transpira ni jadea, apedreó a Vingegaard. Le quebró de inmediato. Certero. Nada se le resiste. Rey absolutista. Dictador. El Sol que todo lo funde. Evenepoel también sufrió la quemadura. Pogacar juega a ser Dios.

Llegó a la cima con un manojo de segundos respecto al belga y el danés. Laporte, que estaba por delante, rescató a Vingegaard y le soldó en el descenso. En el puerto de remate, Evenepoel se encrespó.

Remco Evenepoel quiere la segunda plaza. Efe

Mostró la cresta. Padecía el danés, vacío. Los socorristas que el Visma tenía por delante llevaron a hombros a su líder. A Evenepoel le marcaba el paso Jan Hirt, otro hombre perdido en la fuga. Pogacar observaba esa pelea con cierto aire de condescendencia. La leyenda del intocable aplaudía la insurrección del belga, que tratará de hacer palanca en lo que queda de Tour para desplazar a Vingegaard de la segunda plaza.

Finalmente se quedó con una docena de segundos y la actitud de los que no se rinden. Presiona al danés, al que le pasó de nuevo la mano por la cara el líder con un ataque a 300 metros. Probablemente sobraba. El esloveno, con V de vendetta. Nunca se sabe cuándo vuelve el boomerang del destino cargado con otro gesto. Es importante saber ganar.

El puro relajo de la víspera mutó en salvajismo. Una estampida. La huida. Azotó el viento y ulularon los nervios. Los dorsales, incandescentes, fogueando el horizonte entre abanicos.

Llamaradas, pulsiones y arrebatos. Agitación en la colmena, enajenada. Picaban las abejas del Visma, devotas, soñando lacerar a Pogacar. Un pandemónium. Ataques, repliegues. Todo mezclado. Un cóctel de intenciones. Chupitos. Velocidad, violencia. Un día de furia.

Los muchachos de Vingegaard alterados, aliándose con el viento. Un caos. Pogacar tuvo que alertar a los suyos, desorganizados, para que estuvieran delante y se conectaran a la carrera que zarandeaba el Visma con energía, vigoroso. Vingegaard no arría su bandera de campeón. Iza la del inconformismo. La utopía como faro.

Una etapa a fuego

En ese hábitat, la canícula promoviendo el canto de las chicharras, con solo montañas por delante, los velocistas se fueron bajando del Tour. No hay esprint esperando en París. Gaviria y Bennett se despidieron sin nostalgia. Sufrir no parece el mejor plan si la recompensa es el padecimiento. Girmay y Philipsen pelearon en el esprint bonificado en su duelo por la regularidad. Un consuelo en un comienzo frenético. La fuga la concretaron Benoot, Jungels, Cort y Grégoire.

Se lanzó la carrera, con la pólvora cargada, en una bola de cañón. Escupía fuego el Tour a ráfagas. Ni una pulgada de resuello. Una tempestad bajo el martillo del sol. Tormenta solar antes del claqué sobre el Col de Bayar, la curva ascendente del día. Otro amanecer esperaba.

Fijada la escapada del cuarteto, el rastreo de un pelotón de varias decenas de unidades (allí respiraban, entre otros, Carapaz, Simon Yates, Enric Mas y Alex Aranburu, décimo el de Ezkio) y el control alrededor de Pogacar, tomaba altura la etapa, veloz y calurosa.

La temperatura, por encima de la franja de los 30 grados, el crepitar del asfalto y el cansancio de los días locos castigaban con rabia. El Tour en su apogeo, las pinzas ardientes pellizcando la piel, el óxido apilado en los músculos.

Se derretían los ciclistas, desamparados, sin sombra. Espectros de sí mismos. Laminados en la última semana, la que despacha cualquier ego. Lo minimiza. Lo rebaja hasta el sótano. El paso de los días no es un premio. Es una letanía. No avanza el calendario, en suspenso.

Richard Carapaz, en solitario, hacia la victoria. Efe

Valiente Carapaz

El polvorín se concentraba en el Col du Noyer, con la mandíbula prieta y las rampas de mirada hosca. Guillaume Martin y Madouas hilaron con el cuarteto, que fue perdiendo perfil. Simon Yates, la cadena bamboleante, el maillot abierto, activó sus muelles y descontó dorsales, arrugados sobre el asfalto ardiente de Noyer, una parrilla.

Carapaz, siempre guerrillero, persiguió con devoción al inglés y su baile. Se ató a su cordada. Los dos en la misma cadencia por delante. Lejos de lo que se supone por currículo, el campeón olímpico y Simon Yates disfrutaban de las mejores vistas.

En el retrovisor, a varios minutos, el pelotón renqueaba al ritmo de los costaleros de Pogacar hasta que el astro tronó y desconfiguró a Vingegaard y Evenepoel. Después jugó con ellos. Yates, vencedor de una vuelta, y Carapaz, campeón de un Giro, hablaban el mismo idioma por una onza del Tour.

Se entendieron con la mirada en curvas de herradura hasta que el ecuatoriano lanzó su primer directo. En el segundo, a Yates le temblaron las rodillas. Carapaz, la locomotora de Carchi, echaba humo. Un tren de cremallera sobre raíles. Desconsuelo para Yates, apocado. Sin respuesta.

Valiente y corajudo, el ecuatoriano aceleraba en una montaña con lija, de asfalto viejo y laderas pelonas que decoraban las rocas y los cortantes. Esprintaba Carapaz con el ansía y la exuberancia adolescente, de los que se apresuran a ganarse el futuro, a comprimirlo hasta hacerlo presente.

En la cima aventajaba en una docena de segundos al inglés. Enric Mas, otro notable en la fuga, se dejaba más de medio minuto. Carapaz mordía en el descenso. Hambriento a la búsqueda de su primera etapa en el Tour. Carapaz hizo las paces. Pogacar continúa su venganza.