A Saint-Vulbas llegó el Tour apresurado como una ambulancia que se escabulle, que sortea el trafico gritando por la sirena y lanzando destellos de angustia. A esa velocidad todo parece un debate final, a vida o muerte. La carrera más grande del mundo es un vehículo de emergencia. La urgencia de una misión empujaba a Mark Cavendish, que siempre pedaleó en el vértice del riesgo.
No existe otra manera de sobrevivir en los esprints, su ecosistema. Siempre al límite. Cavendish, el velocista de la Isla de Man, que perseguía, obsesivo, superar la marca de Eddy Merckx, el hombre de todos los registros, hizo las paces con el Tour y consigo mismo en una victoria inolvidable. La 35ª. Nadie ha ganado más que él. Único. Elegido.
Al fin acabó su persecución. Abrió las puertas del cielo. La obsesión de una existencia que daba sentido a su vida. Arponeó a la ballena blanca de la historia del ciclismo.
El velocista de la Isla de Man, que ha derribado todos los lugares comunes, se subió de un respingo a la peana del intocable Merckx, el campeón que contó 34 victorias de etapa en el Tour, y le derrotó. Saint-Vulbas es un lugar para siempre. El recuerdo de una hazaña. El milagro de Cavendish.
El inglés, desenterrado, revivido, de regreso del ocaso que le abrazaba, devoró al Caníbal. Cavendish era una acto de fe. El laurel del británico respiró el asombro de los días que transcienden para siempre.
2 de julio de 2024, otra cita para los anales del Tour. Infinito Cavendish, que logró un pasaje para la eternidad. Se desencadenó de la ansiedad. Venció con la cadena de la bici fuera de sitio. Dejó de ser esclavo de una búsqueda.
Hace un año abandonó la carrera con la clavícula fracturada. Llorando rabia, dolor y pena. Anunció su retirada, pero se convenció para darse otra vida. Otra oportunidad. El último baile. La victoria de los vencidos. La más bella. Su familia le abrazó, emocionada.
Se enroló Cavendish en un reto homérico, en una Odisea. Arrancar de las entrañas del Tour una victoria, la última, redentora. Una Epifanía. El primer día de carrera, un golpe de calor le mandó a la lona. Se quedó en blanco Cavendish, sostenido por los fieles del Astana. Se libró de la guillotina del fuera de control. No se rindió. No quiso renunciar. Eso le concedió un segundo aliento. Quiso redactar su historia, escribir su final. Protagonista de su propia historia.
Esprint dominante
Entre velocistas más jóvenes y explosivos, Cavendish encontró la gloria en un esprint estupendo que le emparentaba con los días gloriosos, cuando despachaba victorias sin desmayo. 165 adornan su palmarés. Nadie pudo seguir al velocista de la Isla de Man, puro oleaje. Su actuación, superlativa, derrotó a todos para pasmo y jolgorio de sus rivales.
Rejuveneció Cavendish, supersónico. Intratable, nadie pudo sombrearle. Puño de hierro. Venció con una autoridad insultante. El ciclismo de los jóvenes prodigios, opacado por un ciclista en retirada, apuntando al ocaso como un pistolero gastado. Lo nunca visto.
Las fábulas del Tour. Hace tres años, Cavendish estaba descatalogado. Era una reliquia inanimada, un esprinter que se fugaba para ganarse algún plano porque no podía con el reprís y el vigor de la nuevas generaciones. Ley de vida. No para él, refractario al óxido.
Lo reanimó, súbito, Patrick Lefévere. “Lo rescatamos cuando nadie lo quería. Es un superviviente”, dijo el patrón del Soudal sobre aquel reencuentro. En el Tour de 2021, el británica venció cuatro etapas y se emparejó a Merckx en una de esos sucesos extraños tan apegados al ciclismo. Durante tres años, Cavendish persiguió el mito. Ahora, él lo es. Leyenda.
Susto para Pogacar
En la Grande Boucle confluyen lo urgente y lo importante. Pogacar, el más rápido en lo que va de Tour, se divierte, siempre juguetón, pizpireto, con los mechones brotándole de las rendijas. Todo los días son fiesta para el que viste de amarillo.
En su exhibición en el Galibier, pulverizó el récord de la ascensión. El esloveno subió en cohete. Alcanzó una velocidad punta de 37,8 kilómetros por hora en una rampa del 10% para lanzar su ataque.
Demoledor. Demencial. Inhumano. Sideral. Feliz por el botín obtenido la víspera, trasteó en una jornada para los velocistas. Amagó con una aceleración. Una de sus travesuras de enfant terrible. Gloria y miseria comparten colchón en la Grande Boucle, donde se precisa estar alerta incluso en día que asoman serenos, sin ínfulas. Probablemente los más peligrosos.
En el Tour no conviene relajarse. Es traicionero. No hace distinciones entre estrellas y plebe. En eso, es un canto a la democracia y la justicia. A todos los puede maltratar o agasajar. Ese el imperio de su ley. Pogacar, que sonreía su dicha en todas las direcciones, salvó de milagro el impacto con una señal. Su maillot amarillo, a punto de rasgarse, su Tour en vilo en un isleta anónima que abrió el pelotón, que de tan relajado, se ovilló en una caída que agarró a Pello Bilbao.
Caída de Pello Bilbao
El gernikarra se puso en pie y reanudó la marcha con el susto planchado en su cuerpo después de que el movimiento del líder provocara un bandazo y la consiguiente caída. A Pogacar, que pudo salvar la caída, también se le aceleró el pulso.
Los fastos del Galibier bien pudieron acabar astillados en una carretera sin mística, en un vía de asfalto que unía dos puntos escasos de linaje en la cartografía de la Grande Boucle. Cada palmo de asfalto puede tumbar al mayor gigante del Tour con un soplido. Nadie está a salvo. A Pogacar le rescató la suerte del campeón. Trébol de cuatro hojas. Gastó un comodín.
Oier Lazkano y Juan Ayuso, jóvenes y ambiciosos, ambos debutantes en el Tour, también juguetearon. Se escaparon sin quererlo. No había ninguna ambición. Solo la broma. El movimiento no les gustó a los gobernantes del UAE, que le recriminaron la acción. “Juan, manten la calma, de otro modo vamos a provocar una guerra”. Ayuso, con un punto de altivez, aún no comprende las leyes internas de la carrera francesa. Agitar el avispero no parece la mejor idea.
Después de la canícula de los días pasados, la lluvia irrumpió en escena. Se disparó la inquietud y los nervios a medida que el pelotón se vestía para combatir la lluvia. Se despejó el cielo, azul, color Astana, y se aceleró el montaje del esprint, encaminado hacia la historia. Descargó entonces la tormenta de vatios de fe, rabia y ambición de Cavendish para superar el récord de Merckx.