¿Ion o el caos? Ion Izagirre en el caos del Tour. La locura, gritan los ciclistas ensillados en la rabia. Furiosos. Desatados. Se enervan todos, atrapados por el frenesí, enajenados en un amanecer febril. Velocidad. Un polvorín. Al galope. Desbocados. Los nervios cotizan alto. Se enredaron todos en esa madeja. Un galimatías en carreteras secundarias, laberínticas. Se removieron los dorsales, hojas al viento de las caprichosas cotas. Vingegaard y Pogacar fusionados. El resto, agitado en la coctelera donde se sirve el aperitivo de los Alpes. Todo el mundo tiene un plan hasta que suena el primer disparo.
Ninguno como el de Ion Izagirre, formidable el de Ormaiztegi, que agarró el triunfo en Belleville-en-Beaujolais por la pechera de la valentía tras despegar a 30 kilómetros de meta. El Tour que nació en Euskadi es una fiesta. De Pello Bilbao a Ion Izagirre en dos días. De festejo en festejo. Una bacanal de felicidad. Campanas de boda. El Tour sigue en Euskadi.
“He arrancado de lejos, pero he podido aguantar la diferencia. Eran 30 kilómetros, pero confiaba en mis fuerzas. Sabía que si hacía una renta suficiente, llegaría”, dijo el de Ormaiztegi, sereno tras la explosión de júbilo, la emoción en la piel, la mirada acuosa de la felicidad íntima. En su cabalgada hacia lo inolvidable le acompañó su hija, Iraia. Cumplía años. Ion Izagirre le regaló el Tour. Un leoncito de peluche para casa. Así acariciará para siempre la hazaña de su aita.
Se adentró Ion Izagirre en el territorio de la leyenda. Perdió de vista al resto. “Si no tenían la renta visual, sabía que valdría para mí”, analizó después de abrir los ojos bellos de la victoria. “Se me han pasado muchas cosas por la cabeza. Ha sido muy emocionante”, subrayó Izagirre, exultante tras un logro sobresaliente después de que Pello Bilbao abriera la compuerta vasca del Tour.
“Es un Tour vasco. Este Tour empezó en casa y hemos logrado dos victorias los corredores de casa. Es un Tour increíble para nosotros”, estableció el guipuzcoano. Igualó a Miguel Mari Lasa y David Etxebarria, dos veces ganadores de etapa en el Tour. Extraordinario de punta a punta Izagirre, un ciclista superlativo. Soberbio.
El recuerdo de Morzine
Competidor excelso, el de Ormaiztegi, vencedor en 2016 en Morzine bajo una fabulosa tempestad, gestionó de maravilla ese comienzo sin descanso para celebrar una aventura con galones de general. Tronó Izagirre, que sabía lo que es ganar en el Tour. Eso es un intangible. La experiencia a modo de brújula. Perseguía la gloria. Fiebre amarilla. El color del so alumbró al luminoso Izagirre, los pendientes brillando su audacia, celebrando su marcha imperial. Los viñedos saludaban la pasión de Izagirre, incandescente. Al rojo vivo. Pura vida.
Seleccionó el día exacto después de descartar otras jornadas que no le cuadraban. Ahorró fuerzas para desatar la avalancha. Vatios y sabiduría. No sólo las piernas sirven en escenarios majestuosos. Es obligatorio tener más perspectiva. Ion Izagirre es un estudioso. Se conoce al milímetro. También la carrera. Eso le indicó el camino para abrirse paso entre la foresta. Desbrozó la esperanza con una actuación magistral.
Bobby Fisher en bicicleta. En el damero, Izagirre jugó al ajedrez. Preciso en cada movimiento. Jugó a largo plazo. Eso le impulsó a un triunfo epidérmico. El puño de Bingen Fernández, voz en grito, vena hinchada el técnico de Bermeo, le arengó cada metro.
Izagirre era el Cantábrico furioso. Embravecido. Oleaje de campeón. Rompió en la orilla. Feliz, dichoso. Espuma de champán. Bebida de campeón. Brindis. Izagirre pudo festejarlo a lo grande. A su altura. Puños al viento. Para siempre Ion Izagirre.
Nervios de Vingegaard
El descontrol que alegró a Izagirre, generó cierto desasosiego en Vingegaard. Giraba la cabeza de este a oeste. Miradas hacia atrás. Incómodo, bizqueando. Pogacar, juguetón, a su espalda, observaba el espectáculo. Gesticulaba Vingegaard, tratando de domar esa feria de grupos, subgrupos y grupúsculos. Atomizado el pelotón como la izquierda y sus familias. A palo limpio. Descargas.
El danés deseaba el orden, un reino en calma. Su anhelo, una fuga y paz. Pero solo se escuchan los jadeos de las ráfagas de las prisas. El sonido de un bingo, de una tómbola, recorría las paredes del Tour, donde rebotaban los ecos de los ataques. Esquirlas y metralla. De la Cruz se fue al suelo en ese ambiente de guerrillero. Tuvo que dejar la carrera.
Vingegaard trató de pactar una tregua con Adam Yates, que se divirtió correteando por delante del líder, en un paraje ideal para las emboscadas. Benoot, alfil del líder, abría la comitiva de una fuga que se cimentó después de 90 kilómetros de carrera fogosa, de adolescentes que se comen la vida a bocados.
Sin masticar. Juveniles engullendo el Tour. El apogeo del desgobierno. Anarquía. Después de un carrusel de sofocones, de infinitos ataques, de sustos, se aposentó la jornada que se erizó con la Côte de Thizy-les-Bourgs, después con el Col des Écorbans y se serenó tras ondear la bandera pirata.
La fuga cauterizó con Ion Izagirre insertado entre los buscadores de oro, donde respiraba Van der Poel, Amador, Jorgenson, Guerreiro o Guillaume Martin. Vingegaard contaba con Laporte, el omnipresente Van Aert y Kelderman. Pogacar, con su escudero Yates y sherpas como Grossschartner, Trentin o Soler. El tablero estaba fijado en el col de Casse Froide. En el salón de los nobles estaba perfectamente instalado Pello Bilbao.
También Hindley, Carlos Rodríguez, Simon Yates o Gaudu. En el furgón de cola, minutos detrás, penaba Mikel Landa, dislocado en el amanecer. No es el Tour del murgiarra, apagado, demasiado lejos de su mejor versión. Sólo los majestuosos Alpes podrán rescatarle. Con él, Kuss, Van Baarle, Bernal o Meintjes. El sudafricano se reincorporó al barrio alto de la aristocracia. Después conectó el resto. Juntos de nuevo.
Izagirre no perdona
En el col de la Croix Montmain, Van der Poel se envalentonó. Laminó a Amador. El neerlandés quería correr solo con su sombra, sin nadie que le distrajera en la odisea. Tomó un manojo de segundos de renta respecto a Izagirre y el resto. Ag2r tiraba del pelotón sin demasiado convicción. O más bien con escasa energía.
No se entregaba Van der Poel, al que rastreaban Pinot y Jorgenson. Tras deshilacharse, Ion Izagirre reapareció en escena rutilante en el Col de la Croix Rosier. Los viñedos sujetaban un asfalto rugoso que agarraba la bici, que la hundía. En el puerto, espeso, 5, 4 kilómetros al 7,7%, se arrugó Van der Poel. Demasiada pendiente para él. Se unificó la fuga.
Giró nuevamente la ruleta. El Jumbo armado al completo pastoreaba la ascensión de los mejores, en la mecedora. Ion Izagirre no tenían intención de quedarse quieto. Revoltoso. Aquí ahora. Se lanzó a la conquista del espacio. Atacó con todo. Otra vez camino de la Luna. El cuerpo cimbreando, la boca abierta comiendo oxígeno. La mandíbula mordiendo ambición. Ion Izagirre repitió la escena del Joux Plane años atrás. Flashback. Recuerdos de campeón.
El guipuzcoano no tenía intención de dimitir. Cobró 25 segundos de renta en la cima. Ahí ganó. Perseguía un sueño. Ojos coléricos. En el descenso, se tiró con todo, que es mucho, hacia la gloria Izagirre. Kamikaze enamorado.
Hijo de la lluvia, del ciclocross, lucía espléndido el de Ormaiztegi al sol. Engarfió los brazos. Una bala serpenteando el descenso. Devoró con saña el final. Inalcanzable. Nadie podía con él. Izagirre, encendido, era un gigante, imparable. Colosal. Le felicitó el cumpleaños a su hija. Para ti, Iraia. Ion Izagirre reina en el caos.