- Icono trágico, la Vuelta se recostó en el recuerdo del Chava Jiménez, epítome del tremendismo, en tierras de El Barraco, un pueblo de apenas 2.000 habitantes, nido de escaladores. Rafal Makja, que pertenece a ese linaje, anidó en El Barraco. Hasta allí aleteó con fuerza, empujado por la memoria de su padre, fallecido a comienzos de año. El polaco se subió a la emoción de las causas perdidas para alcanzar una misión: honrar a su padre. A él le dedicó un triunfo rotundo, memorable. Se escapó para mirar al cielo, donde habita el recuerdo imperecedero de su progenitor. La victoria consoló el duelo de Majka, que cerró la herida de las deudas internas, esas que se pagan con gramos de alma. Solo frente al destino, Majka ganó a lo grande, sin miedo, saltando al abismo. Recorrió al galope una etapa flamígera, un rayo, para encender una vela por los suyos. Cuatro años después de su última victoria, que databa de 2017 en La Pandera, Makja encontró la paz. La bendita locura de Majka, enorme su esfuerzo en una jornada que arrancó despavorida, contrastó con la serenidad que adornó a los favoritos, otra vez a la espera mientras a la Vuelta se le queman los días y en la azotea no prende la llama. “Las carreteras no han sido las mejores para tener batallas entre los de la general”, resumió Mas. Las montañas se encogen, se arruga la Vuelta, y Eiking, el líder inopinado, continúa asentado en el trono de la carrera. Roglic, al que todos señalan, bicampeón de la Vuelta, Mas y López parecen esperar el skyline de los gigantes de Asturias para resolver la carrera. Mientras ellos cuadran su agenda, Eiking, sonriente sobre su nube de algodón azúcar, celebra la inacción de los jerarcas, abonados a la prudencia y al estoicismo antes de la jornada de descanso.
En El Barraco, epicentro del ciclismo, también nació Carlos Sastre, campeón del Tour de 2008. El Chava, José María Jiménez, escalador irredento, rey de la montaña, era el héroe del pueblo. Así perfila la memoria a un ciclista exagerado, idolatrado y criticado en la misma medida. Amor y odio en la cuneta. El escalador era un ciclista a dos tintas. Blanco o negro. Todo o nada. ElChava, que heredó el apodo de la familia en El Barroco, falleció a los 32 años. Jiménez era fulgor y noche cerrada. Se apagó demasiado pronto, muy joven. Carlos Sastre, a varios lunas de él, se crió en las mismas carreteras. Sastre fue campeón del Tour, pero nunca tuvo el imán del Chava, un seductor con su ciclismo de rompe y rasga. Sastre venció la carrera más importante del mundo de puertas adentro, recogido en su seriedad, en su discurso contenido.
En las carreteras de su infancia, que tallaron a un ciclista singular, volátil y epidérmico como el Chava y a un sufridor, constante y regular como Sastre, que eran cuñados, se adentró la Vuelta, donde conviven las dos almas. Escasean los corredores histriónicos, hiperbólicos y grandilocuentes. Al final de la segunda semana de la carrera, las piernas son más de madera. La frescura hace tiempo que se oxidó en la fragua de vulcano de la Vuelta, a la que atosiga el calor. Nada escapa al sol martilleante en una carrera sin sombra que arrancó alocada, con el petardeo de una mascletá de fogosidad y frenesí. Tras el caos, asomó el perfil de Majka, que quiso alumbrarse con una quimera a 80 kilómetros de meta. Un Quijote. Kruijswijk, la Percha de Roglic, quiso colgarse del polaco. Fue imposible. Le rastreó obsesivo. Un capitán Ahab en el horizonte lejano de Mijares, una montaña de 20 kilómetros, insuficientes, empero, para capturar a Majka, alado, liberado. El neerlandés, escudero de Roglic, se quedó suspendido en un limbo, maldiciendo. Una isla entre dos mares.
El oleaje de Majka distorsionó con las burbujas del jacuzzi que disfrutaban los favoritos, que eligieron otra vez la serenidad y la contemplación como mecanismo de autodefensa. El Intermarché de Eiking, el líder que se sostiene con dignidad y decoro, tamborileó el ritmo que convenía al noruego en un puerto que no dejó huella entre los aristócratas de la carrera, que soñaban con el día de descanso y ovejas eléctricas. Antes habían pasado entre rocas con cabras montesas. No hay mejores escaladoras. En la Sierra de Gredos aún reverbera el adagio de Gorospe en Serranillos, víctima de aquel ataque furibundo del Renault de Hinault y Fignon. El bretón era un ciclista tremendo, bestial, competidor feroz.
En San Juan de la Nava, Majka miraba al paraíso. Kruijswijk no cedía, pero no llegaba. El Intermarché se hizo grande. Creció. Adolescente con crecederas de verano. Los hombres del líder portaban antorchas. Fuego en el cuerpo. Taaramäe, que fue líder antes de caerse, empujaba el sueño de Eiking. Para qué discutir si puedes pelear. El escudo de Eiking era embestir a base de marcha cuartelera. De la Cruz se calentó en uno de esos movimientos extraños. Meintjes, costalero de Eiking, le siguió. Iba por libre. El final del puerto se convirtió en una carrera de juveniles. Adam Yates, un verso suelto, aceleró. Mas se enfundó a su sillín. Roglic se divirtió en el sinsentido. López tomó la rueda buena. Descontada la corona de San Juan de la Nava, Yates continuó con su encrucijada. El inglés que subió una colina y bajó una montaña. Agarró un manojo de 15 segundos respecto a su compañero, Egan Bernal. Enemigos íntimos. Los favoritos compartieron plano. Foto de familia en El Barraco, donde Majka honró a su padre.