- En el Tour de Francia, pasarela insuperable, el marketing siempre asoma la cabeza. En el Alpecin decidieron recordar la historia de Raymond Poulidor a través de los colores de su maillot. Una reliquia vintage, en amarillo y morado. Era la piel Pou Pou, el icono de Francia, el ciclista más amado. Su nieto, Mathieu van der Poel, que se anuncia en la Grande Boucle con su estilo salvaje, abrupto y disruptivo, homenajeó a su abuelo. El recuerdo perdura siempre, pero el maillot dio para un día. Un guiño al pasado y al árbol genealógico. Honrarás a tu abuelo. El amor de Van der Poel es más profundo que una reminiscencia del pasado. Entronca con el corazón, con el tacto, los sentimientos y el cariño. Aunque no tuviera el maillot que evocaba al Mercier que arropó a su abuelo, Van der Poel, debutante en la carrera, atravesó las fibras de la historia para dedicarle un triunfo majestuoso en el Mûr-de-Bretagne y regalarle el amarillo que nunca vistió Pou Pou. Se lo llevó la cielo. Sobre esa cota, el nieto de Poulidor festejó el liderato tras caducar a Alaphilippe. El logro fue de tal calibre que Van der Poel se sentó en el suelo, jadeando con lloros su emoción, su victoria desmesurada. Pura pasión. A unos metros de un triunfo para el libro de familia se personaron Pogacar y Roglic en su lucha por el Tour. No hay brizna de aire que no quieran compartir. Pelean sin cuartel. Campeones magníficos, siempre dispuestos para el combate. Infatigables en su reto, en su caza de la ballena blanca. En el Mûr-de-Bretagne, Pogacar sisó media docena de segundos y Roglic se quedó con cuarto. Una vez realizado el recuento del paso inaugural por el muro, en el que también se cruzaron, el campeón del pasado curso recuperó cinco segundos sobre su némesis. Toma uno de renta en la general. Con ellos se mantuvo Kelderman. El resto de favoritos no pudo entroncar con los eslovenos, un peldaño por encima. Alaphilippe, Carapaz, Más y Urán tardaron un par de segundos más. Thomas perdió una veintena. Los eslovenos, competidores extraordinarios, no perdonan. Persiguen el Tour sin desmayo. Las obsesiones son muy personales.

La de Jérémy Cabot era ser ingeniero. Enroscó los codos en la universidad antes de acomodarlos en el manillar. Para cuando el francés ha sabido del Tour, Simon Clarke sumaba otra vuelta grande a su vitrina construida de asfalto y sudor. Solo el australiano tenía más bagaje que el resto de sus acompañante de la fuga: Theuns, Pérez, Koch, Schelling y el novicio Cabot. Exploradores de la Bretaña y el tiempo volátil. Nitroglicerina. Llovía a ratos. Los caprichos de los dioses que abren y cierran los aspersores para repartir inquietud sobre los ciclistas, con la sensibilidad en cada poro de piel después del ametrallamiento del estreno. Theuns y Cabot se desprendieron de sus camaradas.

Salió el sol. Un instante de brisa en el rostro para descamisarse del estrés, el tejido que impregna cada cuadrícula del Tour, siempre presente la inquietud, que resopla entre espinazos. El de Alaphilippe bailaba felicidad, vitoreado por los bretones, adorado por los franceses. Francia no sabe de un campeón de Tour desde Hinault, el mito bretón. Para un pueblo que entiende la Grande Boucle como una cuestión de Estado, ver a Alaphilippe con el maillot del mejor es una delicia, más en domingo, día de fiesta y de banderas que danzan en el viento. Los favoritos detectaron los aledaños del Mûr-de-Bretagne y se encresparon. Roglic se bandeó en las tripas del pelotón. Pogacar, en las costillas, se emparejó con Alaphilippe. Se aceleró la acción. Los equipos de los nobles del Tour se cruzaron miradas torvas. El metro cuadrado de Francia está por las nubes. Cabot y Theuns perecieron en los bajos al reconocimiento al Mûr-de-Bretagne. Alaphilippe palpó el terreno. Lo sintió como un zahorí, pero no dio con la corriente. Froome percibió un escalofrío. Al viejo campeón, raspado el primer día en una caída, le dolió la subida. Se descolgó. Van der Poel, un ciclista sin calculadora, bruto y con hombros de culturista, arrancó sin mirar atrás. Valiente. El neerlandés puso el pie en el primer paso del Mûr-de-Bretagne. En el retrovisor, Pogacar tomó un sorbo de bonificación. En el movimiento del esloveno se enredaron Roglic, Alaphilippe y Carapaz. El Tour es de dos. Pogacar sumó cinco segundos y Roglic, dos.

Ineos pastoreó el asalto definitivo a la muralla. Pelea de egos. Estalló Van der Poel, que es un bomba atómica. Colbrelli, que había crecido, se convirtió en una miniatura. Pogacar y Roglic, esposados, uno con el otro, dimitieron ante la irrupción volcánica de Van der Poel, que no corría solo. Le empujaba su abuelo, Poulidor. Cuatro piernas, las del exuberante neerlandés y las irreductibles de Pou Pou. Demasiada potencia incluso para los dos eslovenos que no saben correr el uno sin el otro. Ajeno a las cuitas de Pogacar y Roglic, que subrayan en cada metro de asfalto su enconada y grandiosa rivalidad, Van der Poel y su onda expansiva derribaron el Mûr-de-Bretagne.

No hay fortaleza capaz de resistir al neerlandés, un bola de derribo que golpea con ferocidad. Se anunció en el primer paso y se enmarcó en el segundo con una estampida salvaje, visceral. Pogacar y Roglic esprintaron después. Su Tour se cuenta en cada manecilla, en cada fracción. El campeón de 2020 superó a Roglic en su duelo íntimo. Pogacar dispone de un segundo de renta sobre su compatriota. Ambos conviven en un metro cuadrado. Pogacar es tercero y Roglic cuarto. En el trono se sentó Van der Poel, que desnudó a Alaphilippe. El neerlandés, heredero de Poulidor, se vistió de amarillo, lo que nunca logró Pou Pou. El nieto le homenajeó. Apuntó al cielo. Le mandó su cariño y un maillot a nombre de Pou Pou. Van der Poel viste de amarillo a su abuelo.