- "Así es el ciclismo ahora", relató Mikel Landa con la voz quejosa, carraspeando esfuerzo, abriéndose paso entre el desfiladero de la respiración entrecortada que dejan los finales rápidos, sin resuello. Jadeó el escalador de Murgia en la cima de Ocières-Merlette, donde los favoritos esprintaron como si la cumbre fuera un velódromo. El ciclismo moderno no es un lugar para gestas grandilocuentes. No hay lugar para Ocaña. Aquel ciclismo yace en el cementerio de la memoria. Todo se resuelve en el segundero. Sobra el minutero en el reloj del Tour. Mandan las bonificaciones, el señuelo para las aceleraciones en las montañas, convertidas en duelos de velocidad. Así conquistó Roglic la cima y así se celebra el Tour. "Lo suficiente para llevarse la etapa, la bonificación de meta€", reflexionó Landa cuando le comentaron que el esloveno, el mejor esprinter de las montañas, atacó a apenas un palmo de meta. Con eso le alcanzó para coserse una medalla en la pechera de general. "Lo suficiente", prescribió el alavés sobre el método Roglic. El esloveno es imbatible en su distancia. Su rouge final resulta demoledor. Roglic fue el primero en acampar sobre Ocières-Merlette, donde se adueñó del triunfo después de que la muchachada del Jumbo le impulsara. Roglic evidenció su destreza entre ganancias marginales, como se vence el Tour moderno entre los jerarcas.
El relumbrón de Roglic colocó un interrogante sobre Egan Bernal, que lo tenía bajo arresto domiciliario pero se le escapó en un puñado de pedaladas. El último campeón del Tour cedió unos metros. También los otros. En realidad, el esloveno domina el arte del remate. Entre el resto enraizaron Landa, Alaphilippe, Pinot, Dumoulin, Quintana, Pogacar, Yates o Miguel Ángel López. Se esmeraron en el esprint, pero nadie fue capaz de domesticar el cambio de ritmo del esloveno. Menos aún en la distancia Roglic. Esas baldosas que ganó cuando encendió el turbo, le subrayaron. Roglic no es el líder porque Alaphilippe mantuvo el cargo, pero posee aire de patrón. "Parece que he vuelto", apuntó Roglic antes de pasar por el podio y esbozar una sonrisa enmascarada. "Estoy en carrera", se felicitó al verse reflejado saludable en el espejo. En realidad, todos los nobles compartieron salón y vistas, pero Roglic fue más fotogénico. Solo Carapaz, que acumuló medio minuto de retraso, alteró el encefalograma de una ascensión que dominó el Jumbo, con Van Aert empujando la locomotora neerlandesa a 30 por hora. Los braceros de Roglic replicaron el modelo del Ineos, sin el ascendente de antaño en un puerto sin apenas chepa, escasamente abrupto y afilado, resuelto en unas zancadas y escasos segundos. Los tiempos modernos.
Tal vez por esos finales apretados al venerable Tour de Francia le gusta sentarse en la mecedora y contar tiempos pasados, siempre glorificados y edulcorados, a los nietos. En una carrera con más de un siglo, las historias se posan en el sedimento de la memoria como cantos rodados de un río viejo. Siempre hay algo que recordar para distraerse del presente, que es tedioso, porque la carrera sestea entre la precaución de quienes miden cada gramo de esfuerzo y entre aquellos que renuncian a la rebeldía por no molestar. Con el Tour en el cepo de la intrascendencia, se acude irremediablemente a lo que fue, al territorio cómodo y emotivo de los mitos y leyendas. A la tradición oral, más maleable y novelada. La nostalgia es un vergel por la insoportable levedad de la Grande Boucle, que es de color sepia. Un rostro desmejorado. La emoción pervive en el pasado, en fotogramas de cincuenta años atrás. En el septiembre más extraño que se recuerda, se habla de Luis Ocaña en la cima de Ocières-Merlette, el día en el que Eddy Merckx se postró ante el loco genio de Cuenca, que agarró el Tour de la pechera. La carrera era suya.
Un 8 de julio de 1971, Ocaña se asomó a la gloria. En Ocières-Merlette, Ocaña que dejó dicho aquello de "o yo entierro a Merckx o él me entierra a mí" y aventajó en casi nueve minutos al belga. El Caníbal, devorado por la hambruna de Ocaña. "Me inclino ante Ocaña y levanto el sombrero en señal de respeto. Luis nos ha dominado a todos". Con relatos como este se embelesan los incunables del Tour. "Pedaleaba como poseído, jamás podré olvidarlo", confesó Joop Zoetemelk. Aquel día, Ocaña, inconformista y arrebatador, se subió al cielo. La tragedia le esperó un puñado de etapas después, cuando se estrelló contra una roca en el descenso del Col de Menté. El atormentado Ocaña visitó el infierno. Abandonó con el maillot amarillo ensangrentado. Ese era el atrezzo del retorno de la carrera a Ocières-Merlette tres décadas después.
Aguardaba la guarida del oso, es lo que quiere decir Ocières, después de otra fuga pactada, sin peso alguno, que no rescataría ni la llamada del gobernador. No habría indulto. De la escapada trascendió la caída de Benoot, que impactó contra una quitamiedos y el miedo entró en el Tour. Afortunadamente, solo la bici, partida en dos por el impacto, quedó dañada. Benoot, que cayó sobre suelo blando tras volar por encima del guardarrail, continuó aunque ya no era un fugado. Pronto dejaron de serlo Vuillermoz, Pacher y Neilands, el último en claudicar ante la agitación de los equipos de los grandes favoritos, que preparaban el campo base para equipar la vía hacia la cumbre de la hazaña de Luis Ocaña. Sin embargo, en el ciclismo moderno, las gestas las trazan los datos, los cálculos y las matemáticas. Ganancias marginales. Roglic las lidera.