- “El final tendré que verlo en el autobús”, dijo lacónico Contador en su claudicación, agarrado al discurso de la resignación, la cara encerada por el sudor y el cuerpo vacío. Deshabitado en meta, sin nada a lo que asirse salvo a unos hombros arrugados. “Sinceramente, no sé qué ha sucedido”. Contador se quedó tieso y aislado, a un viaje lunar de la resolución en Andorra la Vella. El madrileño tuvo que ver en la repetición la aleta orgullosa de Nibali, -su saludo victorioso- y la sonrisa abierta de Froome, que se pintó de rojo tras rebañar la tercera plaza en el sprint que se llevó el Tiburón y que dejó a David de la Cruz, segundo, a un chasquido del liderato. El británico se vistió de líder de la Vuelta el día en el que Contador escribió su epitafio. En el cargador del Pistolero, que antes era un festín alegre, solo hubo fogueo, memoria y tristeza. No le quedan balas al madrileño, solo melancolía. No hubo disparos de celebración, solo el tañido de las campanas de despedida. El madrileño se quedó en el pasado, a 2:33 de Froome y el resto de candidatos a Madrid. Chaves, Nibali, Aru y otros tantos corren una carrera en la que no está Contador, a más de tres minutos de Froome en la general. A sus piernas se les quedó el color sepia. El madrileño se ancló en La Comella, un puerto que el Sky utilizó para abrir una zanja en la que enterrar su historia. “Me he encontrado muy flojo, las sensaciones eran malísimas. Subiendo La Rabassa he visto que no iba bien”, alegó en su derrota Contador, que lleva impreso el número uno. Lo que pretendía ser un homenaje es su cruz. “Lo cierto es que hacía tiempo que no me encontraba tan mal”, sentenció.
El número uno no concuerda con el aliento entrecortado del madrileño, su sudor frío en una montaña corta que Diego Rosa y Gianni Moscon hicieron eterna para Contador, que ya penó en La Rabassa, donde el Sky horneó un día que era de fuego. El equipo de Froome entró como un rayo en La Comella y partió al madrileño, que perdió el ritmo y la memoria. Se quedó en blanco. Amnésico. Contador, sin más respuesta que el balbuceo, el gesto torcido y el quejío del alma. Tronaba el silencio en su interior, el eco de la derrota que pedalea plomo. Los campeones caen en silencio, en la intimidad. Ese sonido sin ruido entró por el pinganillo de Froome, que apretó aún más. Descerrajó el molinillo y al grupo de notables se le abrieron las carnes mientras el británico se entretenía observando la pantalla del potenciómetro. Solo Esteban Chaves se cosió a la ambición de Froome, que poco antes arañó dos segundos en un sprint intermedio que más tarde le otorgaron el liderato. Froome no perdona. Su aspecto de querubín esconde a un feroz competidor. Tras su coronación en el Tour quiere el laurel de la Vuelta. “Me quedé cerca el año pasado y lo quiero conseguir. Si no pensara así no estaría aquí, para mí es un gran reto, nadie lo ha hecho todavía en estos tiempos”, apuntó.
AL ataque Por eso Froome pelea cada segundo como si la vida le fuera en ello. Le honra el esfuerzo, el afán de los grandes competidores. En el británico se fusionan la mentalidad de campeón y los malos recuerdos. “En 2011 me ganaron por las bonificaciones”, le repiqueteó la memoria. “Voy a pelear cada segundo. Ya hacía mucho que no vestía el maillot rojo (1 día en 2011) y es una gran sensación volver a tenerlo”. Como no quiere regresar a aquella pesadilla y no vive hamacado en sus cuatro Tours, Froome, espumoso, desparramó su pasión por La Comella mientras a Aru, Nibali, Pozzovivo, Bardet, De la Cruz y los Yates se les mudó el rostro ante la estampida del británico. El despegue de Froome despegó al resto, crujidos por el estacazo. Chaves, que despejó las dudas, marcó a Froome. Bardet fue el primero en espabilar tras el golpe. Despertó Aru. Agonista y resistente, el italiano entabló un concordato con Bardet y ambos enlazaron con Froome y Chaves poco después de que el dúo coronase La Comella.
Del retrovisor colgaba Nibali, que negó la derrota y se aferró a la supervivencia. Hambriento, el Tiburón se revolvió tras boquear, y en el descenso, anudado a Roche y David de la Cruz, se alistó a la persecución del cuarteto que comandaba Froome. De Contador no había rastro. Solo lamento y Peter Stetina, que le mimó en la caída hacia el pozo del anonimato. Los nombres relucientes de la carrera también deshojaron a Zakarin, Kruijswijk, Barguil y Majka. A poco más de un kilómetro para el final, Nibali, De la Cruz y el resto se acomodaron en el colín de Froome, Aru, Bardet y Chaves. El respeto reverencial hacia Froome, -entre sus colegas de viaje no se entendieron en el descenso- posibilitó que Nibali y sus acompañantes anidaran en el juego del triunfo. Redujeron diez segundos en la tirolina de descenso de La Comella. Recién aterrizados en Andorra la Vella reprodujeron los finales apretados que se instalaron en el Tour. Los nobles de la carrera disputándose las bonificaciones, el mayor premio que otorga la montaña últimamente. No hay nada más que arrancarle. Vincenzo Nibali, que aguantó como pudo cuando Froome se liberó cuesta arriba, se lanzó a la victoria. Fue pequeño en las alturas y gigante en la llanura el siciliano. Arrancó con energía y giró la cabeza tres veces antes de mostrar la aleta, el símbolo de la victoria. El Tiburón cazó la etapa que no esperaba. Froome se quedó con el liderato que fue una sorpresa y Contador, abrumado, también se asombró. En un día inesperado, no tuvo nada que contar. Se quedó mudó.