ELTZIEGO - “Ganar no es lo mismo que ser segundo. Hay una gran diferencia entre ganar y perder. No tiene nada que ver, pero nada, nada”. Esa lógica, tan abrumadora que duele, catalizadora del océano que separa un mundo del otro, la enuncia con voz grave Juan Martínez de Irujo, que sabe muchísimo de lo que supone el laurel y reconoce el aliento frío de la derrota. En el Paseo Sarasate de Iruñea, el gran campeón manista charla con Peio Martínez de Eulate, amigo suyo, que también fue campeón, haciendo pareja con Irujo. Dos ganadores que también saben lo que es perder y lanzan su pronóstico sobre la bola de cristal. “Va a ganar Valverde”, refuerza Irujo, que ha salido a saludar la Itzulia en una bicicleta eléctrica. Eulate también pedalea. Fue ciclista antes de construirse pelotari. Mejor en el frontón que en el asfalto. “No sé si va a ganar, pero Contador disputará la victoria”. “Disputar es una cosa y ganar, otra bien distinta”, se aferra Irujo, que observa a Valverde en su corcel blanco, el caballo del bueno.
Como el de Michael Albasini (Orica), que galopó a toda velocidad. Centrifugadora en Eltziego, un pueblo a una barrica pegado. Alma de bodega. Entre vides pegó el suizo el mejor trago de la vendimia: el de la victoria. Nada entra tan rico en el paladar como un triunfo. Copas arriba. ¡Hip, hip, hurra! Brindó Albasini por Gerrans, su compañero, que en la primera pasada por el pueblo intuyó que tenía el ritmo picado, avinagrado, como los vinos viejos. Albasini, cana la barba, 36 años, no es vino de año, precisamente, pero tiene el empuje del champán. La burbuja que demanda la velocidad. “Gerrans le dijo a Albasini que lo intentara él”, reconocía Neil Stephens, director del Orica, tras recoger la cosecha con Albasini, el plan B, de gran bouquet. Albasini, exacto, en hora, venció el costado izquierdo y despegó. Un descorche perfecto. Maximiliano Richeze, le tuvo cerca pero lejos. Unos palmos les separaron. Demasiado, en las distancias cortas. “Ganar no es lo mismo que ser segundo”, que diría Irujo. Sin circunloquios.
Así dijo adiós la Vuelta al País Vasco a Iruñea décadas después de su último check in. La despedida fue apresurada. Sin tiempo de nostalgia. Puerta giratoria. El día, agrisado, con el aire en manga larga y la cremallera cerrada, se subió en un bólido. En un Ferrari. El de Fabricio, apellido de coche de carreras. Cavallino rampante. Luis Ángel Maté condujo el otro coche para desabotonar Tierra Estella, aún verde, inmaduro el cereal, adolescente. El trigo esperando el sol, al que le cuesta destacarse de la barrera de nubes que lucen la panza llena, que vuelan raso, como si se pudieran agarrar y meter en el bolsillo. Bajo ese techo de algodón de azúcar, Maté y Ferrari le dieron una pizca de picante a la carrera, tediosa, bostezando el recorrido. La sal la pusieron Igor Antón y Bagot, que pujan por cada miga que dejan las montañas. Puntos de sutura para el maillot de las cumbres, una prenda distinguida. Como la del líder, Matthews, repantingado su amarillo en la hamaca tejida por el Sunweb, su equipo, instalado en la torre de control, contando parcelas dedicadas al cultivo y meditando sobre el reloj. El pelotón, a ritmo de tractor, narcotizante.
El arado era para Ferrari y Maté, espíritu labriego el suyo camino de Eltziego, a la espera de la cosecha, que toca cuando tiene que tocar. Ni antes ni después. No es lo más sugerente, pero es lo que es. El hombre que aguarda a la naturaleza, mandona, caprichosa, juguetona, ingobernable. En esos ciclos vitales, el vino le da fama a la Rioja Alavesa, que se deletrea con la retorcida caligrafía de las infinitas vides y el cosquilleo de un hormiguero de bodegas. Un catálogo de etnoturismo. Un río de oro colorado. Como el tejado curvo de titanio que emerge, embriagador, hipnótico y con cierto aparecía turbadora, un tanto surrealista, en el Guggenheim del vino. El lenguaje moderno y alambicado de Frank Gehry, una nave espacial, sobre un suelo milenario sembrado de barricas y añadas en un pueblo de piedra a la espera de los brindis.
Susto para Contador Al madrileño se le atragantó el primer sorbo en La Aldea. Contador pinchó durante el descenso y tuvo que echarse al gaznate un calentón para refugiarse de nuevo en el cobijo de la marcheta. Vino peleón. Maté y Ferrari rodaban en el sidecar con el permiso del pelotón, que mantenía intacta la capacidad para descolgar el teléfono que les daba señal. Como esa llamada del gobernador cuando se apiada de un reo. Sucedió que no hubo clemencia y anestesiaron las ínfulas de Ferrari y Maté a media tarde. A una brazada de Eltziego, todos en el redil. Se dispuso el pelotón en formación de combate tras una jornada de excursionistas, muy paisajística, perfecta para un picnic y una siesta.
Se concentró la etapa en 16 kilómetros. Los ciclistas hacen el ciclismo y ayer optaron por correr sobre un palmo de terreno. Les bastó con un adoquín. Un asunto escueto, fugaz, más cuando el viento se declaró en huelga. No le apetecía bracear. El ventilador lo activó el Movistar, con Valverde asomando en la escena. No se pierde una línea de diálogo el murciano, con las orejas tiesas y la vista larga. Simon Yates, Alaphilippe y Kwiatkowski leyeron el mismo libreto y se enderezaron. Ion Izagirre se colgó desde la misma liana hasta que se montó la arquitectura del sprint en la bocana de Eltziego, cuya meta había sido sondeada con anterioridad. Reconocido el tablero, Orica sembró. Movió las piezas. Imaginativos, improvisaron el jaque-mate. El rey, Gerrans, delegó en el príncipe Albasini, que alcanzó el trono por el camino más corto. Una victoria entre compartida. La copa de la amistad. El mejor sabor de boca para el suizo. Ciego de alegría. Albasini, gran reserva.