Primero fue el amor. El de un hombre a un escudo. El de un futbolista a la única camiseta que ha besado. El de Fabio Quagliarella al Nápoles. Napolitano de nacimiento, se formó futbolísticamente en el Torino. Delantero de oficio, sus goles llamaron siempre la atención de equipos que flotaban cada vez en cotas más altas. Ascoli, Sampdoria o Udinese fueron algunos de los clubes que tiñeron su pecho con sus colores. Pero Fabio no colmó sus sentimientos hasta que no fichó por el equipo de su tierra natal. En 2009 el Nápoles pagó por él 19 millones de euros y entonces sí, sus labios acariciaron por fin su amado escudo.
Era entonces cuando debían llegar los frutos del romance, pero para Quagliarella se abrieron las puertas del infierno. Un problema con las contraseñas de sus cuentas en las redes sociales le hizo conocer a Raffaele Piccolo, un agente de la Polizia Postale especializado en delitos informáticos. Entre futbolista y agente nació una amistad y Piccolo se mezcló con el entorno más cercano de Quagliarella.
Fue entonces cuando el idilio del futbolista se truncó en pesadilla. A su casa empezaron a llegar misivas con amenazas, con acusaciones de estar relacionado con el tráfico de drogas, la mafia e incluso con pederastia. “Una vez hasta nos hicieron encontrar un ataúd con su foto”, relataba el padre del jugador a la televisión italiana.
Fabio pidió auxilio a su amigo policía y Piccolo prometió investigar hasta el fondo del asunto. Solo le pidió una cosa: que no hablase con nadie del asunto. Él personalmente llevaría el caso. Las amenazas se multiplicaron hasta hacer la situación insostenible, tanto para el jugador y su familia como para el propio Nápoles, a cuya sede también llegaban cartas desprestigiando al futbolista. La solución era evidente: un traspaso.
Quagliarella fue traspasado a la Juventus en 2010 y vio truncado su amorío azzurro. La afición, que desconocía el acoso al que el jugador y su familia estaban sometidos, entendió la marcha como una traición al club. Desde entonces el infierno personal se recrudeció. A las amenazas existentes se sumaron insultos y reproches cada vez que regresaba a Nápoles para visitar a su familia. “Me llamaban infame, tenía que esconderme para evitar discusiones y peleas. Mi gente es maravillosa, pero no sabía lo que pasó de verdad. Yo me decía a mí mismo ‘un día todo saldrá a la luz’. Y el día llegó”, explicaba en la televisión italiana Quagliarella.
Un día, efectivamente, se apagaron las llamas del infierno. La policía descubrió que detrás de todas las amenazas estaba Raffaele Piccolo, quien en ese tiempo había recibido de Quagliarella incontables entradas para partidos y camisetas. Recibió una condena de cuatro años y ocho meses de prisión, pero gracias a prescripciones y triquiñuelas legales puede que no pise la cárcel.
Fabio pudo destapar la historia que había ocultado durante años y la afición del Nápoles, por fin, descubrió que no había sido traicionada. En el último partido del Nápoles ante el Crotone, en San Paolo, llegó su disculpa en forma de pancarta: En el infierno que has vivido, enorme dignidad. Nos volveremos a abrazar, Fabio. Hijo de esta ciudad. Quagliarella, que a sus 34 años juega en la Sampdoria, vuelve a soñar con volver a casa sin que el terror ponga límites a su pasión. Y poder disfrutar, por fin, del amor en plenitud.