un gesto serio ha acompañado cada pedalada de Chris Froome (Nairobi, 1980) en el Tour de Francia que ayer conquistó por segunda vez. El hombre más metódico del pelotón, el más calculador, ha vivido tres semanas intensas marcadas por la polémica. La sombra del dopaje, la herida que aún sigue abierta en Francia tras los siete triunfos falseados de Lance Armstrong, ha perseguido al corredor británico de origen keniano. Desde Laurent Jalabert, que dijo sentirse “incómodo” por la exhibición de Froome en la Pierre de Saint-Martin, donde dejó prácticamente sentenciada la carrera, hasta el público raso que ha seguido la prueba desde la cuneta. El del Sky ha vivido experiencias lamentables, faltas de respeto nunca antes vistas. Bien es cierto que hace cuarenta años una agresión pudo ser la causa de la primera derrota de Eddy Merckx en la ronda gala, algo que no ha sucedido con Froome, aunque este ha sufrido situaciones más desagradables todavía: desde el lanzamiento de un bote de orina, a escupitajos, sin obviar los continuos abucheos y varios cortes de manga. Casi nada.

Todo por unas sospechas, meras suposiciones, simplemente eso. De nada han servido los datos del potenciómetro, relativos a su ascensión a la Pierre de Saint-Martin, ofrecidos por su entrenador en la última jornada de descanso. Parámetros de lo más normales para un corredor de su nivel. Unos datos, estos sí objetivos, con los que su técnico, Tim Kerrison, quiso acallar los rumores infundados y mal calculados de la televisión francesa. Una guerra orquestada contra el británico, que sobre el asfalto, donde se miden las fuerzas de unos y otros, ha sido el más rápido.

No se puede obviar, eso sí, que su triunfo ha sido menos vistoso que el de 2013, cuando se mostró intratable. Entonces, en su primera gran victoria, la que le situó entre los ilustres ganadores del Tour, aventajó en tres minutos y 38 segundos a Nairo Quintana, que en esta edición se ha quedado a un minuto y doce segundos.

Su extraño pedalear, con la cabeza gacha, siempre pendiente de los datos que le ofrece su potenciómetro, ha llevado a Chris Froome a igualar a corredores de la categoría de Fausto Coppi, Laurent Fignon, Bernard Thevenet, Gino Bartali o Alberto Contador, lejos de su verdadero nivel en la presente edición de la ronda gala, que también cuentan en su palmarés con sendos Tours.

irrupción tardía El británico, dos veces segundo en la Vuelta a España, fue descubierto por el esprinter Robert Hunter, con quien compartía grupeta de entrenamiento. Se estrenó como profesional en el modesto Konica Minolta en 2007, de donde pasó al Barloworld tan solo un año después. Entonces conoció la ronda gala de primera mano. Con 23 años, Froome concluyó en una discreta 84ª posición. No volvió hasta cuatro cursos después, ya en las filas del poderoso Sky, equipo que le reclutó en 2010, y firmó un meritorio segundo puesto. La alargada sombra de Bradley Wiggins, por entonces líder del conjunto, le frenó de una gesta mayor.

El año 2011, cuando le detectaron esquistosomiasis, una enfermedad parasitaria que produce grandes fiebres, coincidió con su irrupción. Acudió como gregario de Wiggo a la Vuelta y superó a su líder, aunque se tuvo que conformar con la segunda posición, como en 2014, tras Juanjo Cobo. Wiggins fue tercero. En 2013, el equipo accedió a un cambio de roles y Froome llegó vestido de amarillo a París. Como ayer, aunque entonces sin tanto sufrimiento.

Lo de hace doce meses en la ronda gala puede considerarse como un borrón. El infortunio le persiguió, echando al traste el trabajo de puesta a punto de las semanas previas. Se cayó en tres ocasiones entre la cuarta y quinta etapa y tuvo que abandonar con una fractura en su muñeca izquierda y otra en la mano derecha.

El año que viene buscará su tercera victoria en el Tour, ante una afición, la francesa, que no le quiere, que le ha tratado mal, pero que ha terminado por rendirse ante su superioridad.