gasteiz - Mucho antes de que Juanito Oiarzabal colocara el alpinismo alavés en el mapa mundial con sus, de momento, 26 ochomiles, o de que personajes como Sebastián Álvaro socializaran la belleza de la montaña a través de su exitoso Al filo de lo imposible, e incluso mucho antes de que el imponente Everest dejara a un lado su solemnidad para convertirse en una suerte de romería de fin de semana donde las cordadas y los alpinistas tienden a atascarse cada día en su ascenso, mucho antes de todo eso ya había en Vitoria un puñado de pioneros que soñaban con descubrir el mundo; abrir nuevas rutas, bautizarlas con su nombre y, por qué no, hollar cumbres imposibles como el pico más alto del mundo, el enigmático Everest (8.843 metros), que tal día como hoy hace 40 años estuvieron a punto de coronar. A falta de 350 metros para la cumbre, y luego de tres meses largos de compleja expedición, la montaña dijo que no y la expedición vasca tuvo que darse la vuelta y desistir del que hubiera sido un asalto histórico. Gran parte de los miembros de aquella expedición habrían de esperar seis años más para alcanzar definitivamente la gloria.
Ese era el contexto y esos los sueños de este grupo de montañeros alaveses, que fueron cocinándose a fuego lento a finales de los 60, precisamente en la primera expedición que organizó la Federación Vasca de Montañismo a los Andes peruanos, donde se coronaron tres cumbres vírgenes en la Cordillera Blanca. Aquella cordada partió del puerto de Santurtzi el 24 de abril de 1967, a bordo del buque alemán Barenstein y entre sus pasajeros se encontraban varios vitorianos. Aquel primer viaje a lo desconocido resultó un éxito, a pesar de que el proyecto estuvo salpicado por acusaciones anónimas y de carácter político que derivaron en la injusta expulsión del grupo vasco de la Federación nacional, que al parecer había recibido una carta donde se criticaba la supuesta exhibición de una "bandera separatista vasca" por parte de los mendizales. Aprovechando la inestabilidad política del momento, la prensa del Régimen se cebó con el asunto y los integrantes de la misión terminaron en prisión. Afortunadamente, la solidaridad del resto de montañeros minimizó los cargos y un año después el Tribunal de Orden Público archivaba el caso.
todo empezó en la calle dato Así funcionaban las cosas en la España franquista de los sesenta. Y en ese contexto, con todos los antecedentes políticos descritos y durante un café de sobremesa en la entonces bulliciosa calle Dato, tres vitorianos se plantearon el "imposible" de coronar el Everest, una aventura que hasta entonces solo había sido conquistada por cuatro expediciones internacionales. Ese trío de pioneros del montañismo lo conformaban Juan Ignacio Lorente, Ángel Rosen -padre del también alpinista Juan Vallejo- y Luis María Sáez de Olazagoitia, a los que más tarde se unirían Juanito Cortázar y Juan Carlos Fernández Latorre. Entre paseos y escaladas por Eguino y potes por el Casco Viejo fueron perfilándose los detalles de una empresa sin precedentes que tardó cinco largos años en ver la luz. Entre otras razones, porque los integrantes de aquella expedición tuvieron que solventar situaciones hasta entonces "inimaginables" para todos ellos.
Las dos más complicadas fueron conseguir el permiso por parte del Gobierno de Nepal, que entonces sólo concedía un salvoconducto al año, y, sobre todo, lograr un patrocinador que costeara la misión, una situación quizá normal en nuestros días pero desde luego fuera de lo común hace 40 años. Expulsados y sin relación con el organismo oficial competente en montaña que era la Federación, las cosas nunca resultaron fáciles, así que hubo que agudizar el ingenio y tocar tantas puertas como fuera posible. Lo recuerda bien Angel Rosen, cuya memoria continúa intacta a pesar del tiempo: "En el plano oficial no podíamos hacer ninguna gestión porque habíamos sido expulsados de la Federación Española, así que dimos un pequeño rodeo y nos movimos por Francia y Alemania recabando apoyos de alpinistas de reconocido prestigio". Como quiera que con eso no iba a ser suficiente, todos los integrantes de la expedición -finalmente fueron 16- se implicaron a fondo en la búsqueda de soluciones. Y así, fruto de estas gestiones, la noticia del proyecto llegó a oídos del entonces Príncipe Juan Carlos, hoy Rey de España, que en una cacería en Jaén con el Príncipe de Nepal "se ve que le habló de nuestra expedición y eso creo que fue bastante decisivo", intuye Rosen. También el que fuera presidente de la Federación, José Antonio Odriozola, ayudó a conseguir ese valioso permiso por el que también pujaban potencias como Italia, Francia o el Reino Unido. "El no tuvo nada que ver con nuestra expulsión, más bien todo lo contrario, de ahí que apostara por nosotros a cara de perro en Madrid y en aquellos consejos de Gobierno, que estaban muy politizados. Además era cuñado de Alfonso Alonso, un miembro de la expedición, así que también se involucró", añade el vitoriano.
El difunto Juanito Cortázar, paisano, montañero y constructor movió asimismo sus hilos para suavizar el boicot que la iglesia de entonces venía sometiendo contra esa "banda de rojos separatistas", a los que no tenía intención de ayudar lo más mínimo. "Juanito había construido un par de iglesias para el Obispado de aquí y por ahí ayudó a templar gaitas en todo este asunto".
cegasa, Patrocinador Contra todo pronóstico, el gobierno nepalí concedió el permiso a la misión vasca a comienzos de 1970, que ya un tiempo antes había iniciado los primeros trámites para conseguir un patrocinador. Ignacio Lorente, jefe de aquella primera expedición, recuerda hoy que se tocó a la entonces potentísima KAS y a otras empresas de la época, "aunque sin mucho éxito". Hasta que por mediación de un conocido fueron a parar a Cegasa, la histórica firma de pilas fundada por Juan Celaya, que aunque en un principio les tomó por "chalados", finalmente apoyó la aventura "como proyecto de país". Y como quiera que el recelo político y la animadversión hacia todo lo vasco eran extraordinarios en aquellos años, hubo de camuflarse incluso el nombre de la expedición, que finalmente se llamó Tximist, la marca comercial de las afamadas pilas de Cegasa. Superadas ambas premisas, la burocrática y la económica, el 13 de febrero de 1974, con un presupuesto de casi 15 millones de la época, partió el contingente desde Barajas con destino a Copenhague (Dinamarca) y de allí a Katmandú. Tres camiones con 17 toneladas de material que habían partido semanas antes desde Vitoria y 16 vascos conformaban aquella aventura. Los cinco alaveses anteriormente citados más Felipe Uriarte, Alfonso Alonso, Francisco Lusarreta, Juan Carlos Fernández, Luis Ignacio Domingo Uriarte, Julio Villar, Angel Landa, Luis Abalde, Ricardo Gallardo Rodolfo Kirch, Fernando Larruquert y Angel Lerma, estos dos últimos responsables de fotografiar y filmar toda lo concerniente a la expedición. Según este último, se utilizaron cámaras de 35 milímetros y 900 metros de película que con el tiempo darían lugar al documental Agur, Everest, donde se narra en cinemascope la expedición de aquel año y la de 1980, donde sí se pudo coronar el Everest. Fue el guipuzcoano Martín Zabaleta quien protagonizó ese hito.
descenso dramático Durante aquel viaje a lo desconocido no sólo se derribaron mitos y dificultades sino que se estrecharon lazos personales que aún hoy permanecen vivos. El 25 de marzo de 1974 se estableció el campo base a una altitud de 5.000 metros. Un centenar de yaks y 400 porteadores ayudaron en los preparativos, que fueron sucediéndose con machacona rutina en los días posteriores, conforme se establecían nuevas altitudes. La última de todas la establecieron Angel Rosen y Felipe Uriarte a 8.530 metros y el 13 de mayo, de madrugada, intentaron el asalto hasta la cumbre. Apenas 350 metros les separaban de la gloria, sólo cuatro horas de lento ascenso, pero la inminente llegada de un peligroso monzón obligó al jefe de la expedición a tomar la dolorosa decisión de ordenar la retirada. Aunque las ráfagas de viento eran endiabladamente peligrosas, la pareja de alpinistas aguardó casi cuatro horas dentro de la tienda esperando que el tiempo les diera una tregua. Algo que nunca ocurrió, de modo que al filo de las once de la mañana abandonaron el campo sin oxígeno ni sacos de dormir. A duras penas llegaron al siguiente (7.890 metros), donde recibieron los primeros auxilios por parte de los sherpas y durmieron envueltos en la lona de la tienda. Al día siguiente reanudaron el descenso exhaustos pero felices. La expedición no se rendiría y días después lo volverían a intentar otros dos compañeros, que tampoco tendrían éxito después de permanecer varios días en el Collado Sur por encima de los 8.000 metros, otra gesta que al menos les proporcionó el récord peninsular de altura.
Han pasado 40 años desde entonces y los recuerdos de aquella hazaña continúan a flor de piel. A pesar de no hacer cumbre, nunca existió entre la expedición la sensación de fracaso, más bien todo lo contrario. La gesta de aquellos valientes puso a Euskadi en el mapa internacional, que desde entonces ocupa un puesto de honor en la historia del alpinismo.