vitoria. Acabado el Mundial, Óscar Freire, que quedó noveno y sigue siendo tricampeón del mundo, se refugió en su tranquilo hotel de las afueras de Copenhague. Buscaba la soledad de su habitación y la compañía, aunque parezca contradictorio, de su amigo Garate. Estaba dolido, él que digiere todo, dulce o amargo, con una naturalidad inhumana, porque se le había escurrido entre los dedos la oportunidad, quizás la última, de lograr el cuarto arcoíris, hecho único en la historia del ciclismo. La vio esfumarse cuando tenía la pancarta de meta, arriba en la colina, a tiro, cuando sentía las piernas fuertes y veloces de los grandes días, cuando se sabía capaz.

Pero a 350 metros, Freire se quedó en blanco. El que nunca había dudado, genial y providencial siempre, no supo qué hacer, dónde meterse, cuando las piernas de Mathew Hayman dejaron de remar y el australiano arrojó su cuerpo vacío contra la escombrera de la valla izquierda. El cántabro había quedado expuesto al viento, primero, demasiado pronto, a años luz de la meta y el arcoíris. Iba por la izquierda, por donde él y Garate habían comprobado, tras observarlo en todas las demás pruebas en línea del Mundial, que se corría más, que el sprint era más rápido. Iba, horror, montado sobre la duda, perdiendo velocidad, encallando mientras por el centro de la pista asomaban más australianos veloces que allanaban la rampa de meta para que despegase Goss, un bárbaro, hacia el arcoíris. Freire sabía ya entonces que el Mundial se le iba. Lo pensó antes incluso de reaccionar, de corregir su trayectoria e incorporarse a la estela de fuego del sprint desde la que, en una remontada incompleta e imposible, un triple salto de la vigésima posición en la que se reenganchó al grupo hasta la novena final, vio partir por la derecha, el lado malo, pegado a la valla, a Mark Cavendish. Lo hizo el británico desde el quinto anfiteatro, por una puerta que no existía y, de repente, inconsciente, le abrió Goss, plata tras otra remontada prodigiosa. El bronce de André Greipel, antagonista de Cavendish, tras la foto finish con la rueda de perfil ancho de Cancellara, el suizo osado que esprintó con las manos en las manetas, dejó un podio gremial: alguna vez, los tres vistieron el mismo maillot del Columbia, un equipo de fieras. Tony Martin, campeón del mundo contrarreloj, también se crío en esa selva de músculos. En 2012 se dispersan. El equipo, sin patrocinador, muere de éxito.

Cavendish correrá en el Sky, el equipo de los ingleses que ayer dominaron de punta a punta el Mundial. Gestionaron con cordura el histérico arranque de la prueba que quisieron revolver Bélgica, Francia e Italia. De esa estampida floreció la escapada. La permitió el equipo británico, que dio a los fugados tres vueltas de cuerda antes de, con ocho minutos, amarrarles y comenzar a desplegar un dominio sobrecogedor e insólito que rompía el orden establecido de los últimos Mundiales, la batalla estratégica, el cara a cara, entre Italia y España, dos selecciones clásicas.

El nuevo gobierno anglosajón, reflejo del nuevo ciclismo, convenció a Juanma Garate, capitán en ruta de la selección estatal. "En ninguno de los Mundiales anteriores -cuatro con el de ayer- había vivido una situación tan favorable para nosotros". Contaba con Pablo Lastras en la fuga. Y con otros siete ciclistas que arropaban a Freire. "Todo era perfecto". O casi.

cambio de planes Por la cola del pelotón andaba dolorido Vicente Reynés, el balear que una vez formó parte del tren de Cavendish en el Columbia, y, en esta ocasión, último eslabón de la cadena de producción española, encargado de catapultar a Freire desde la última curva, un giro cerrado a la derecha, hasta que el cántabro eligiese distancia. Sentía Reynés que le crujían las entrañas. Se lo dijo a Garate. "La tripa, la tripa". Y el irundarra, con temple, nada obligaba a la precipitación, le dio dos vueltas de margen para una nueva evaluación. Cubiertos los dos giros, volvieron a hablar. El estómago del mallorquín seguía revuelto y Garate, otra decisión crucial en su recorrido mundialista, volteó los planes. Borró el dorsal de Reynés -que luego, a 70 kilómetros del final, se quedó atrapado en la caída que cortó el pelotón y eliminó, entre otros, a Luis León Sánchez y Thor Hushovd, defensor del título- y colocó en su lugar a José Joaquín Rojas, otro par de piernas rápidas y despiertas.

Cavendish ya ha sido más veces campeón del mundo. Dos más. En Pista. En la prueba de Madison en la que se entronizó por última vez en 2008. Entonces formaba pareja con Bradley Wiggins, con el que compartirá maillot el próximo año en el meteórico Sky y al que, desde ayer, le debe un trocito de cielo, de arco iris. Aplastada la fuga por el rodillo inglés -Froome, Geraint Thomas y los demás- Wiggins sujetó él solo en una última vuelta prodigiosa el intento de desbandada del indigesto y, también, genial, por loco, Voeckler, que aceleró y aceleró en balde sobre la autopista del Mundial junto a Lodewyck y Sorensen. Cayeron, claro, que cayeron. Los derribó Wiggins. Luego, agotado el imperio británico, se impuso la anarquía.

El desgobierno estremeció a Freire. "Estaba tan bien y tan confiado", reflexionó luego Garate, "que temía cometer algún error que le dejase sin Mundial". Porque no quería perderlo, a dos kilómetros de meta le hizo un gesto a Flecha, que comprendió inmediatamente, que supo que era el momento de arrastrar a Freire a la cabeza. Le situó el catalán, soberbio en esa labor de colocación, en lo más alto, a rueda de Hayman. Iba segundo a 800 metros, antes de la última curva a la izquierda que tomó y al levantar la cabeza acertó a ver el arcoíris colgado de la cima de la colina. Iba solo, pues a Rojas, el sustituto de Reynés en el relevo definitivo, se lo había tragado el pelotón. Se dio cuenta el cántabro de su soledad cuando se retiró Hayman, sintió la bofetada del viento en el rostro, cálculo la distancia, 350 metros, un universo, y se quedó en blanco. Sin arcoiris.