Gap. "Van todos juntos, van todos juntos, mirándose, vigilándose, con miedo, con respeto, midiendo. Y parece que va a ser siempre así, que nadie deshará el ovillo, hasta que un día se arma y esto explota", cuentan, esperan, desean las voces del Tour el día que la carrera francesa descansa en la antesala de los Alpes, cerca de Avignon. Ese día, se piensa, tiene que ser uno de estos tres: hoy en Pinerolo, improbable; mañana en el Galibier, un día largo y perpetuamente en altitud, el mayor castigo para el culo y las piernas; o el viernes en Alpe d'Huez, la última oportunidad. Debe ser ahí, un día de esos. O antes, ayer: ataque de Contador en un puerto de segunda y el Tour patas arriba. Sacan tajada Evans, el español y Samuel. Los Alpes prometen.

Nubes negras ocultan los Alpes a lo lejos como si escondieran un misterio. Por la noche, el viento musculado del Galibier se vuelve de hielo, encoge las piedras y petrifica las plantas, primas-hermanas de las del Himalaya. El agua torrencial que cae sobre Gap es esponjosa y fresca nieve que se posa en los tejados de los Alpes. En Alpe d'Huez, 6º, las nubes lo borran todo, pero, a ratos, se abre un claro breve y se iluminan como faros en la noche los picos altos nevados de los Alpes. El mastodóntico Agnello aguarda con su viejo traje blanco perpetuo; la Casse Deserte, en el Izoard, lugar desértico y asfixiante en verano, es estos días desolado y antártico. Así, fríos, blancos y enigmáticos aguardan los Alpes al Tour.

Así, también, frío como lo dejó la subida decepcionante a Plateau de Beille, blanco de miedo que infunde, dicen, Contador y enigmático por incierto, se aproxima el Tour a los Alpes. Hasta que en Gap ataca el madrileño y hace añicos el pelotón. Ahora el frío quema, Contador infunde un terror verdadero y el enigma no es ya saber si alguien va a atacar en los Alpes, sino si el campeón rabioso culminará una remontada que tras el paso por los Pirineos se antojaba quimérica. Pronto, todos recuerdan a Pantani. De repente, hasta lo más inverosímil es posible.

¿Y si no pasa nada? ¿Si los favoritos siguen corriendo encolados? ¿Si nadie se atreve, si nadie puede, si nadie quiere hacer nada? Se preguntan esos días prealpinos los escépticos, los descreídos de este ciclismo moderno y científico, los nostálgicos del ciclismo de corazón, Ocaña, Tarangu y aquellos fantásticos locos que nunca mencionaron el miedo porque sabían, y por tanto temían, del poder hipnótico y paralizador del pánico. A todos ellos, los escépticos y los esperanzados del ciclismo, pone en sintonía Contador en una sola tarde, en un solo puerto.

Ya no puede ser que algo grandioso no ocurra hasta el sábado. Como lo de ayer, pero en el escenario magnífico de los Alpes. Algo que eleve el Tour a su dimensión legendaria. Hay señales de ello. La subida y el descenso hacia Gap es una. Hay otras.

sestriere Están la voluntad inconmensurable, como el talento, de Contador y Samuel. Está la fortaleza de Evans. Está la raza del Voeckler, el líder que tiene alas; las del amarillo y las que le proporciona el aliento de todo un país. Están los hermanos heridos, que antes de la debacle de Gap hablan de que solo uno de los dos estará en el podio de París, pero será en el escalón más alto, de amarillo. Están los Alpes de piedra, escenario de la mítica. Está hoy, antes que nada, Sestriere en el camino hacia Pinerolo, donde se rodó Un uomo solo al comando o la epopeya de Fausto Coppi en 1949. En Sestriere el aire que gira en el cielo está cargado de memoria. Sestriere es Coppi volando hacia Pinerolo, y Coppi ganando en su cima en el Tour de 1952. Y el recuerdo de Coppi 40 años después, 1992, con la cabalgada épica de Chiappucci, 200 kilómetros retando al Tour y a Indurain. En el Montgenevre y en Sestriere empezó a ganar el Tour Bjarne Riis hace 15 años. Fue una etapa reducida a 60 kilómetros por la nieve que cubrió la carretera del Galibier. Hoy, la etapa no se frena allí. Baja hasta Pinerolo y antes sube Pramartino, un puerto de segunda, corto, 6,7 kilómeteros, y algún tramo tremendo. De allí a meta quedan 8 kilómetros. El descenso es terrible. El Tour, ya se sabe, se gana cuesta arriba y se pierde bajando.

Lo de mañana es otra historia. No cabe más leyenda en una etapa. 200 kilómetros por el tejado de los Alpes. Para alcanzar los 2.744 metros del Agnello hay que subir 23 kilómetros, los 10 últimos siempre entre el 8 y el 10 por ciento de desnivel. Una pared entre paredes de nieve. Al Agnello le sigue el Izoard y la memoria de Louison Bobet. El francés es el gran arrendatario del puerto alpino. Pasó primero por su cima tres veces: 1950, 1953, 1954. Y dejó dicha una de esas frases eternas: "Un campeón entra siempre solo en la Casse Desserte". Esa zona del Izoard, la más dura y desalmada, eligió Bobet, un ciclista puro coraje, para hacerse eterno, de piedra. Un busto allí lo recuerda.

el galibier Tras el Agnello y el Izoard, mañana queda el Galibier, un episodio único e insólito en la historia del Tour y del ciclismo. Hace cien años que lo descubrió Henri Desgrange y le mostró su adoración. "¡Oh Sappey! ¡Oh Lafrey!...". Emile Georget lo subió por primera vez en 1911. El espectáculo fue antológico. Ningún puerto es comparable al Galibier. Mezcla belleza y crueldad. Bartali, Gaul, Bahamontes, Anquetil, Poulidor, Julito Jiménez, Gimondi, Merckx, Ocaña, Van Impe, Battaglin, Hinault, Indurain, Armstrong… Todos han desplegado allí su grandeza. No existe un lugar mejor.

Mañana una etapa del Tour acaba allí por primera vez en la historia. Se sube por la cara menos legendaria, la de Briançon, la del Lautaret, en cuyo descenso se mató en 1935 el vizcaino Francisco Cepeda, primera víctima del Tour. El viernes, los ciclistas lo atacarán por la vertiente más dura, la del Telegraphe. La última etapa alpina es un sprint. 109 kilómetros. Subida y bajada al Galibier y ataque final al Alpe d'Huez, otro lugar sagrado. El primero en ganar allí fue Coppi en 1952. Antes, hoy, el Tour corre por el santuario del Camionissimo. Tierra sagrada.