Mourinho ya tiene un título. Y al madridismo rendido a sus pies. Y lo logró de la mano de Ronaldo, el jugador al que le faltaba decidir en las grandes citas. Miel sobre hojuelas para los blancos. Amarga hiel para los blaugranas. ¿Cambio de ciclo? Al menos más igualdad y pronóstico incierto en las inminentes semifinales de la Champions.

Porque sorprendió el Real Madrid al Barcelona y hasta le asustó de verdad al filo del descanso cuando el ayer omnipresente Pepe estrelló el balón en el poste derecho de Pinto. Antes, hasta tres mano a mano había errado Ronaldo frente al portero culé. Mourinho había dispuesto una presión muy adelantada que maniataba a los de Guardiola, incapaces durante toda la primera mitad de zafarse y desplegar su habitual juego de pases hasta llegar a Messi.

El argentino prácticamente ni la olió, lo mismo que Villa y Pedro. Alves tampoco podía sumarse al ataque ante el temor de que Di María le sorprendiese en uno de los fugaces contraataques con los que el Real Madrid había decidido sentenciar el partido.

Y el Barça sufrió de lo lindo, incapaz de entretejer esa tela de araña que acaba por atontar a sus adversarios. Y era el Madrid, pese a la ausencia de un delantero específico, el que más cómodo parecía sentirse en un partido espeso y complicado, privado de fluidez pero plagado de tensión y derroche físico.

Tornas cambiadas con respecto a otros choques directos entre estos dos equipos, tan aparentemente inclinados del lado barcelonista ya sea con un marcador de 5-0 o de 1-1. Mourinho comenzó ganándole la partida táctica a Guardiola aunque le faltó el gol que pudiese noquear definitivamente a su adversario.

Y permitió respirar al Barça, recuperar su velocidad. Y la máquina culé comenzó a carburar nada más regresar de los vestuarios. Y el Madrid no tuvo otra que achantarse. Se replegó, se asustó, flaqueó.

Xavi e Iniesta conectaron. La final se convirtió en un monólogo azulgrana. Volvió a sonreír Messi, apareció Pedro por la izquierda. Marcó un gol y se lo anularon, pero el ritmo estaba marcado.

Mourinho rescató a Adebayor del banquillo. Ni por ésas. La puesta en escena del gigante togolés, por un desparecido y agotado Özil, era un síntoma de debilidad evidente. No rendición, pero casi.

El Real Madrid perdió fuelle y convicción. Aún sobrevivió amparado en Casillas, providencial en dos tiros a bocajarro de Messi e Iniesta. Cada vez asediaba más el Barça, cada vez se encogía un poco más el Real Madrid. Un par de contras a cargo de Ronaldo y Di María pusieron pimienta a los momentos previos a la prórroga. No podía ser de otro modo después de haberse repartido el partido a partes iguales.

El periodo complementario ya era un combate sin cuartel, sin protección. Tenía que aparecer alguien para desequilibrar tanta igualdad, para desatascar la maraña. Y surgió la estrella que había permanecido más apagada, en la que todo el madrismo confiaba para decidir por fin un partido grande.

Un magnífico y sorpresivo centro de Di María permitió emerger a Cristiano Ronaldo. Su cabezazo fue un castigo demasiado duro para Pinto, demasiado para el Barcelona. Mourinho ha prácticamente perdido la Liga, pero el Madrid ya tiene un título en su haber. Y orgullo, mucho orgullo reestablecido.