lguien ha calificado la cita deportiva de Tokio 2020 como las Olimpiadas del silencio. Por el contrario, serán los Juegos del ruido. Como el estruendo artificial, grosero y turbador que congregó el Nuevo Estadio Nacional de Japón durante la ceremonia inaugural y que probablemente se repetirá en todas las canchas hasta el 8 de agosto. Gran error de concepto, porque el vacío no se puede llenar. El vacío humano es radical y como la soledad, totalitario. Los diseñadores del espectáculo sustituyeron la presencia de gente con música de videojuegos y efectos especiales, pero nada reemplaza el bullicio y el entusiasmo de las personas y la tentativa de ocultarlo lleva a una degradación que ya conocemos en las retransmisiones del fútbol durante la campaña y media de vacío en los campos por la pandemia, lo que debería tipificarse en el código penal, más que nada porque dan pena.
Tokio no ha podido superar la calidad artística de la gala de apertura de Beijing 2008 y mucho menos la de Londres 2012, la más gloriosa hasta la fecha. No es su culpa que el virus haya desmantelado sus planes sin poder reivindicarse como en 1964. Aun así, con pifias absurdas, fue una ceremonia magnífica, síntesis de muchas cosas, mitad oriente y mitad occidente, imagen y teatro, pasado y presente, antes y después de un desfile tedioso desarrollado en medio de un pasillo de histéricos saludadores. Después de que el emperador Naruhito, nieto del genocida Hirohito, declarara abiertos los Juegos, la bandera olímpica debió quedar, honrosamente, a media asta.
¿Cómo entender el simbolismo del atleta que corría sobre una máquina de gimnasio en el centro del escenario? ¿Qué validez tendrá el medallero sin Rusia? Competirán Palestina y Kosovo entre más de 200 países, pero faltarán las banderas de naciones asimiladas, como Euskadi y Catalunya. Algún día.