Cuatro décadas de dictadura, en donde el pensamiento era más perseguido que la corrupción, el crimen, o cualquier forma de enriquecimiento con manos sucias, hizo muy difícil que el cine español se vistiera de negro. Una Policía envilecida, más atenta a vigilar las posibles desviaciones ideológicas que los delitos comunes, difícilmente podía ser heroificada. Menos aún acusada. Ese prejuicio a contar historias protagonizadas por policías, se ha roto en los últimos años. La vigorosa serie de Rodrigo Sorogoyen, Antidisturbios, o películas como La isla mínima de Alberto Rodríguez o Canibal de Manuel Martín Cuenca, abundan en la superación de esos prejuicios que iniciaron directores como Bigas Luna, Enrique Urbizu o incluso José Luis Garci.

Ahora, producida por Netflix, se estrena en su plataforma este Bajocero saludado como una notable novedad. No defrauda. Desde sus minutos iniciales, dos secuencias antagónicas, queda claro que Lluís Quílez rueda con la solvencia del cine de Hollywood. En su arranque presenta a sus principales antagonistas. En un lado, un asesino con el rostro tapado que tortura con saña a su víctima. En el otro, un padre de familia que pincha una rueda en medio de un atasco. La calma del segundo se contrapone con la violenta ira del primero. En ese momento todavía el espectador no lo sabe, pero ya ha recibido los datos para sospechar que ambos cruzarán sus vidas.

La cuestión es que el guion cultiva una y otra vez el efecto de avanzar cambiando el paso. Con un arranque eléctrico, probablemente uno de los más anfetamínicos producidos por el cine español, el público no recibe ni un segundo de relajo. Clímax sobre clímax para mostrar cómo el traslado de un grupo de presos a un penal en un furgón policial se convierte en una trampa letal. El suspense se combina con la sorpresa, la tensión con la violencia y todo ello servido sobre una solvente capacidad actoral con Javier Gutiérrez y Karra Elejalde como voces solistas de un coro en el que todos dan vigor a sus criaturas. En la segunda mitad su ritmo y su texto titubean, entre otras cosas porque en ella, la acción deja paso a la dramaturgia y ésta trata de entender las motivaciones psicológicas. Pero es que Quílez no se queda en la acción y, al estilo de Chandler, se interroga sobre la legitimidad de la venganza frente a la inoperancia de la justicia.