Dirección: Patty Jenkins. Guión: P. Jenkins, G.Johns, D. Callaham (Personaje: W. M. Marston) (Hª: Patty Jenkins, Geoff Johns). Intérpretes: Gal Gadot, Chris Pine, Kristen Wiig, Pedro Pascal, País: EEUU. 2020. Duración: 151 minutos

n medio de una vergonzosa retirada de los grandes estrenos del cine mainstream, en concreto los que vienen desde Hollywood, le ha tocado a una mujer cargar sobre sus espaldas un objetivo imposible, recuperar las taquillas que, desde que apareció el coronavirus, han desaparecido quizá para siempre. Por muy Wonder Woman que Gal Gadot quiera ser, y lo es con bastante más convicción de lo que lo son muchos de sus compañeros masculinos, el cine en salas lo tiene harto difícil en estos momentos.

De ahí que en Internet, y para empeorar las sensaciones, desde el mismo momento de su estreno se venga hablando del fracaso de Wonder Woman, de su mala recepción, de la nefasta acogida y de su pobre calidad en un salto mortal que confunde éxito con calidad e interés, un error demasiado común en nuestro tiempo. De hecho, resulta sencillo demostrar que el trabajo de la directora Patty Jenkins no desmerece en absoluto del de otros directores de la DC. Tampoco los resultados de la taquilla son más pobres; de hecho uno de cada dos espectadores que acudió a una sala española el pasado fin de semana lo hizo para ver a Wonder Woman 1984.

La cuestión importante sería preguntarse por lo que vieron. Y ese lo que vieron se resume en los protocolos habituales. En lo que cabía esperar, en lo prometido, en la solvencia y (des)interés de una manera de entender el relato cinematográfico que para algunos ni es cine ni es relato. Para otros, es el único reclamo que les hace salir de las pantallas caseras para pisar una sala de cine.

Digamos que Jenkins en ese sentido aplica la receta. Abre con un arranque de vértigo ambientado en los orígenes de la protagonista, cuando era una Wonder Girl capaz de competir con amazonas mucho mayores que ella y, en medio de un reto al estilo de las pruebas de Harry Potter, nos desvela cómo Wonder Woman aprendió la lección moral que como un mantra atravesará este 1984 de ecos orwellianos.

Así como Raimi nos inoculó aquello que conforma el ideario de Spiderman, "todo gran poder conlleva una gran responsabilidad", a Wonder Woman se le alecciona en la necesidad de erradicar la mentira y huir del atajo fácil. Como resultado de ello, la mujer maravillosa lo es porque en ella habita la responsabilidad de abrazarse a la verdad aunque para ello se nos transmita un oscuro deber: renunciar al deseo fácil y asumir y/o aceptar la muerte.

Por ahí pueden sobrevenir algunos escalofríos inherentes en este 1984 que la hacen menos comercial. Porque habita en su interior una sobredosis de realismo en tiempo de pandemia, algo que no estaba previsto cuando se escribió su guión, pero que ahora suena más que a modo de metalenguaje como una tabla de interacción con el presente. Un presente convocado desde un pasado cercano, el de hace 36 años, el del tiempo de la distopía más evocada de todas, la del gran hermano que ahora se vislumbra bajo el disfraz de la nueva verdad suprema, la salud.

No hay espacio para desvelar los motivos de por qué se decidió ambientar el relato en 1984, ni su explicitada deuda con La pata de mono de W. W. Jacobs, ni los reflejos a la era del Reagan con tam-tam de misiles, resaca de punk y emergencia del neoHollywood de Lucas y Spielberg.

Cabe hablar de ello y de mucho más porque 1984, con arranque mitológico y desenlace apocalíptico, aspira a lo poliédrico. Jenkins, que maneja la acción con alta convicción, introduce en el núcleo del melodrama romántico, allí donde encuentra sentido el relato, un dilema casi metafísico. Lo mismo hace con la concepción de la violencia y su motivación. No descuida la pirotecnia pero trata de cuestionar su sentido. El que aquí se convoca habla de renuncia y de pragmatismo; paradójicamente el mismo peaje que se nos pide en este tiempo de coronavirus.