Lo que tenemos que hacer es ver la peli que ha dicho la abuela Teresa, aita. Dijo Nagore.

Landa, que estaba en modo multitarea durante la tarde del sábado en la que se declararía el estado de alarma, le dijo que sí con la mano a su hija Nagore, ahora, que estoy hablando por teléfono, pero se lo dijo sin haber entendido ni atendido a lo que Nagore le pedía.

Landa escuchaba a Eduardo, con el que hacía tiempo que no hablaba. Eduardo desde Bruselas y Landa en la pequeña ciudad. Eduardo le explicaba cómo tenía que instalar una aplicación.

No es ni de ios ni de android. Claro. Un amigo me la pasó. Dijo Eduardo.

Landa se giró hacia la ventana del salón, al lado de donde estaba su padre Alberto que observaba de pie, tras el almuerzo, como cada tarde, un gran trozo de la avenida de Gasteiz. Inmóvil. Callado. Todavía no era el tiempo de la caza de apaches, algo que sobrevendría días después.

A la hora más o menos, pediría una silla para continuar frente al ventanal hasta el atardecer, cuando saldría con Teresa a pasear hasta el puente del ferrocarril de La Senda, cerquita de la Casa de las Jaquecas.

Landa, mientras seguía las explicaciones de Eduardo, le acarició uno de los hombros a su padre.

Los cuatro habían comido juntos aquel sábado, como solían hacer casi todos los fines de semana.

Una vez recogida la mesa, Teresa y su nieta Nagore, hablaban en torno a un álbum de fotos, cuyas páginas Teresa pasaba con delectación, melancolía e historias de hace mucho.

¿Has visto, amona?, y luego no me quiere comprar uno. Dice que yo estaría todo el día con él. Si el que no para con el móvil es mi padre. Ya le vale. Dijo resabiada Nagore.

Mira. Esta era mi madre. Isabel. Dijo Teresa.

Y esta eres tú, ¿no? Preguntó Nagore.

Sí. Puse las dos fotos en la misma página. Sí. Mi madre, y yo.

Aquí parece que tenéis la misma edad, amona. Dijo Nagore.

Claro, pero son de épocas distintas. La mía esta hecha en los años sesenta, a finales y la de Isabel, la de mi madre, creo que es de los años cuarenta. Explicó Teresa.

¡Pero no me robarán los datos con eso! Se le oyó en un hablar más alto a Eduardo.

¡Aita, que estamos hablando aquí la abuela y yo y no me entero! Gritó Nagore.

Landa dejó a su padre Alberto en la ventana y se retiró a una esquina del salón para seguir hablando con Eduardo.

Teresa sonrió.

¿Qué es lo que querías saber? Preguntó Teresa.

Lo de las gafas. Quiero que me lo cuentes otra vez. Dijo Nagore.

Teresa iba a pasar una nueva página del álbum, pero prefirió dejarlo como estaba, con las dos fotos, la suya de joven y la de su madre hecha en Madrid, en la calle de Alcalá, en un viaje que Isabel hizo en 1945, dos años antes de que naciera Teresa.

Esa historia es estupenda. Me alegra que te guste. No me importa contártela otra vez. El pasado, si se recuerda, es como si no pasara, hija mía. Dijo Teresa.

Teresa le acarició la cara a su nieta Nagore que esperaba expectante.

Mi madre empezó a trabajar con quince años. Salió de la escuela con doce, casi los que tú tienes, y comenzó a trabajar en una pantalonera de la calle Francia. Allí aprendió a hilvanar, a hacer ojales, a sobrehilvanar.

¿Qué es eso? Preguntó Nagore.

Cuando las telas se cortan hay que pespuntarlas para que no se deshilachen. Es coser para que no se pierda la prenda con el tiempo, para que no se le escapen los hilos. Explicó Teresa.

¡Ah! Exclamó Nagore.

Luego, con diecisiete, entró de recadera de modista. Llevaba cajas muy grandes con trajes para familias que se lo podían permitir. Una vez hasta entró a la casa de una escritora que no era famosa entonces, pero que luego lo fue. Era un traje para ella. Por lo que pudo deducir, se lo iban a mandar, porque esa mujer no vivía en la pequeña ciudad. Se lo enviarían al exilio, a México. Se llamaba Ernestina de Champourcín. Dijo Teresa.

¡Vaya nombre! Contestó Nagore.

El caso es que, a lo que íbamos. Con dieciocho años ya estaba en naipes. En Fournier. En la fábrica que había en la calle del Sur. La que hoy es Manuel Iradier. Entró porque mi abuelo conocía a uno de los Viana, que le recomendó. Allí, en una mesa estaban siempre seis mujeres. Su tarea consistía en repasar las cartas. Tenían que quitar las que tuvieran motas, defectos. Cuando encontraban una que estaba mal, cogían una nueva del casillero de madera que tenían al lado y completaban la baraja con aquella carta buena. Por las tardes iban al cine. Al Príncipe, el que estaba frente al Hotel Frontón. Y aquella tarde que te dije antes, vieron Capitanes intrépidos. Menos mal que estaba su amiga Asunción al lado. Porque la película era en inglés y tenía subtítulos. Y ella se dio cuenta de que veía mal. No leía. Estaban arriba, en el gallinero y desde allí... Te puedes imaginar. Luego tuvieron que hacerle unas gafas. Si no llega a ser por su amiga Asunción, que le narró la película entera al oído, no le habría gustado tanto a mi madre Isabel aquella película. Porque, como tú comprenderás, ella no sabía inglés.

Instalada. Ya la tengo. Gracias, Eduardo, ¿Y desde aquí podemos hablar como en privado? Dijo en alto Landa.

Ya te vale, aita. Es que no nos dejas ni recordar las cosas importantes. Dijo Nagore. Continuará...