Esther se despertó. No se levantó, pero se despertó. La noche abrió su tejido de sarga hacia una tonalidad plomada, cada vez más azul. Las cortinas empezaron a serlo a medida que el amanecer las desnudaba desde una sombra espesa que fabricó la madrugada con mimo nocturno para ellas. Estamos igual que en Bruselas, pensó Esther, igual que en Italia, sostuvo Esther, como en Wuhan, arguyó Esther. Mi hijo está bien, quiso querer pensar Esther. Estamos igual en todo el mundo, se convenció Esther. Cuídate, hijo, dijo Esther en voz alta. Eugenio, cariño, volvió Esther a hablar sola mirando la foto de un hombre joven que había en el aparador vestido de blusa, en una tarde de sol, sonriente, con una gran txapela que le tapaba la mirada. Cuídale, mi amor, cuida de nuestro Eduardo.

Esther se acurrucó en posición fetal abrazada a un gran almohadón que parecía un cuerpo. Procuró dormir. Sabía que era muy pronto todavía para su costumbre. Cuánto más tiempo pasase en la cama menos pedazos del día tendría que digerir su mente. Sería un doble descanso. Para los músculos y para el cerebro. Cerró los ojos. Hoy rezaría el Ángelus. Como cuando era niña en La Cervilla. Hace poco se acordó de aquel tiempo, cuando pudo ver, hace un mes casi, restaurado en el Museo de Bellas Artes de Álava, la luz y la plenitud del cuadro Los bueyes, esa obra maestra de Ignacio Díaz de Olano. En su pensamiento clareaba la luz de Olano. Amarilla. Vivaz. Igual que la luz de la pequeña ciudad cuando rompe julio en las pupilas y todo el mundo sale a la calle, y se oye jazz, y se escucha el Azkena Rock Festival en la Virgen Blanca.

Unai libraba hoy, pero ayer recibió una llamada en el retén que le dejó inquieto. Rellenó el formulario en la pantalla del ordenador ¿Qué denunciaba aquella mujer? Unai dudaba. Ella insistía. El mismo relato explicado por tercera vez. Dos jinetes a caballo en plena calle Portal de Arriaga. Alicia, que así se llamaba la mujer con la que Unai estuvo hablando, juraba que era cierto lo que había visto. Unai lo comunicó por radio. Una patrulla se presentó en la seña indicada. De los jinetes ni rastro. Unai intentaba dormir pero no podía. Unai era capaz de ver, al igual que Alicia, esos dos jinetes en plena calle. No había nadie más. Unai se sacó hace siete años la plaza de Policía Municipal. Unai había estudiado Bellas Artes en Leioa. Unai recordaba el grabado de Durero fotocopiado junto a unos apuntes. Allí aparecían cuatro. Eran cuatro jinetes. Alicia vio solamente dos.

¿Cuáles dos de los cuatro del Apocalipsis serían los que juró haber visto Alicia?, se preguntó Unai. El tercero, el negro, el que dibujó Alberto Durero con una balanza y que representaba la miseria, la crisis económica. Y junto a ese, el cuarto, con un jinete sobre un caballo en los huesos, un potro muy mal alimentado. Con este último Durero quiso representar la muerte.

Pobre mujer, pensó Unai, mientras un aroma de café se colaba en su cuarto. Lástima, recapacitó Unai, y sin querer, chascó la lengua. Esa pobre mujer estaría soñando. El miedo le había hecho imaginar y ver cosas que no eran reales, se tranquilizó Unai pensando esta frase última. Pero a Unai, cada vez que cerraba los ojos, le aparecía de nuevo la imagen de los dos jinetes. Y seguía sin saber, por mucho que apretara los párpados, de qué jinetes se trataba.

Pared con pared, en la casa de la vecina de Unai, Gloria llevaba una hora despierta. Hoy llegaba a los 85. No me digáis que cumplo, porque nada de cumplir, llego, ¿habéis oído?, les dijo a sus dos hijos el año pasado. Porque a partir de los 79 no se cumple, se llega, explicó.

Ayer habló con su hija Miren. Ni se te ocurra venir. Ya estaremos. Me felicitas por teléfono y listo, le soltó Gloria. Pero Miren se escapará dentro de una hora del trabajo y rondará el portal más tiempo del que luego podrá recordar, y no se atreverá a timbrar el telefonillo del piso de su madre, porque ayer no, pero hoy Miren se levantó con mucha fiebre. En el trabajo no comentó nada. Para qué. Le entró miedo en plan plexo solar apretado. Tuvo miedo a decir. Tiene. Miren tenía un contrato temporal. Miren tenía miedo a no tener ni siquiera un contrato temporal. Miren siempre pensaba en las zapatillas de su hijo cuando recordaba su contrato temporal. Las veía a pares. Todas rotas. Cuando llovía le ponía dobles calcetines, para que no se le mojaran los pies. Su hijo, tan pequeño, le decía: Ama, todavía aguantan. Y cuando Miren lo dejaba en la ikastola Landazuri se iba a la cafetería de Beato a pedir un café. Egunon.

Había salido porque quería felicitar a Gloria. Por llegar a los 85 y no por cumplir. Pero no se atreverá a timbrar el consabido botón. Por su madre. A la que quiere mucho. Por el miedo. Porque Miren tiene mucha fiebre. Y en un momento le saldrá. Y cantará. Zorionak zuri. Y alzará la voz. Zorionak Beti. Y de a poco, de cada balcón del edificio en el que vive Gloria, la madre de Miren, se abrirá una puerta con alguien que acompañe la tonada. Y cuando menos se lo espere, el total del edificio en pleno cantará con Miren a Gloria, que lo escuchará todo desde su balcón cerrado y también llorará, impotente y alegre a la vez. Continuará...