No ha sido tan habitual en los últimos años disfrutar de una doble sesión en Mendizorroza en la que todo parezca aliarse para que el público en su mayoría salga con una sonrisa de felicidad en la cara por lo sucedido de principio a fin. Pero el jueves, el polideportivo pareció quitarse una espinita. Regina Carter y Gregory Porter, desde sus evidentes diferencias, dejaron los cuerpos contentos, las mentes libres y una gran sensación de que muchas veces, en la música como en la vida, no hace falta volverse loco, desde la sencillez y el talento se pueden dar pasos de gigantes no para construir carteles históricos y memorables, sino jornadas de esas en las que uno se reconcilia con el mundo y se siente, sin más, contento, que no es poco.

Le tocó arrancar a Carter en un polideportivo que empezó con algo de retraso y que contaba con más de media entrada. Violín en mano y muy bien acompañada por un trío que debería guardar como un tesoro, la intérprete ofreció una pequeña pero interesante parte del abanico musical que la compone, llevando al personal por el jazz, el blues, los sonidos africanos... haciendo de la sencillez una virtud y un cimiento desde el que ir construyendo un repertorio que cada vez pedía más.

Tarareó al público en un momento dado, aunque en realidad era fácil verla cómo iba cantando para sí cada uno de los sonidos que sacaba al violín, mientras Adam Birnbaum al piano, Chris Lightcap al bajo y Alvester Garnett al piano tenían su protagonismo, sabiendo siempre ser perfectos secundarios. Dulce, cercano, sencillo, cálido... el concierto fue todo eso y más, con lo que el personal terminó puesto en pie aplaudiendo a la violinista.

Tras el descanso llegó el que, con permiso de Carter, era el más esperado de la noche, entre otras cosas porque es complicado explicar cómo es posible que Porter todavía no hubiese pasado por la capital alavesa. Y sería bueno que el Festival de Jazz no se quedase con esta única vez y punto. La conexión del cantante con el polideportivo fue inmediata. Había ganas y eso se notaba en el ambiente. Así que el norteamericano se prestó a ello sin freno, con ganas de pasarlo bien y agradar.

Con la misma banda con la que ya se le ha podido ver en ocasiones anteriores por estos lares -un grupo que debería atar para los restos-, no abusó de nada, sino que supo mostrar sus diferentes caras, sobresaliendo cuando dejó que su alma blusera saliera libre.

Los presentes se lo pasaron en grande, degustando los instantes más íntimos, cantando y aplaudiendo en los más movidos, y exigiendo puestos en pie al músico que no se quedase en su primer bis, el acostumbrado Quizás, quizás, quizás, y que volviese a salir al escenario. Pasadas las 00.30 horas, a casa.