Hubo un tiempo en el que en España se vivían cinco estaciones al año y no cuatro. Así fue hasta hace tres siglos. La quinta estación se llamaba estío. Cualquiera que se haya leído el Quijote alguna vez (no vamos a recomendar leerlo ahora, no sea que vivamos una plaga de estallidos de cabeza, tan acostumbramos estamos a la lectura de frívolos best-sellers que no requieren esfuerzo mental alguno), habrá podido leer: “Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo escusado; la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua. Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra?”.
El estío comprendía los meses de grandes calores: julio y agosto. Con los avances en el terreno de la astronomía, teniendo buena constancia de las cuatro posiciones principales de la órbita terrestre en su giro alrededor del sol (dos equinoccios y otros tantos solsticios), se pensó en eliminar una estación. Pero, como suele suceder cuando se anda escaso de conocimientos, se eliminó la equivocada: el estío. Pues verano proviene del latín vernus que en realidad quiere decir primavera. Y primavera, prima-vernus, que significa principio de la primavera. Estío proviene, en cambio, de estus que es calor. Así que las actuales estaciones deberían de ser primavera, estío, otoño e invierno. Quizá por eso la RAE acepta estío como sinónimo de verano.
El pasado domingo 23 tuvo lugar la fiesta de San Juan. Pese a la creencia popular, la celebración no coincide con el solsticio de verano que es el 21 de junio. Fecha en la que el sol alcanza la altura máxima anual respecto al horizonte. Fecha del año en el que el día es más largo y la noche es más corta. Después, la oscuridad irá ganando terreno a la luz a razón de dos minutos diarios. Dicen que para intentar parar este proceso nuestros ancestros -algunos expertos se remontan a 5.000 años antes de Cristo- celebraban el ritual de las hogueras de San Juan. Como queriendo así dar fuerza al sol con las llamas. Pero, una vez más, como ocurrió con tantas otras fiestas populares y paganas, la Iglesia dio un nuevo sentido a esa noche al conectarla con el nacimiento de San Juan Bautista pues según algunos cristianos, Zacarías, padre del santo, encendió varias hogueras para avisar a los vecinos de que su mujer iba a dar a luz. Y así, la fiesta en vez de celebrarse la noche del solsticio de verano, se celebra la noche del nacimiento de San Juan.
Simbólicamente, el fuego tiene, para muchas culturas, una función purificadora. Los que asisten a las hogueras de San Juan así lo entienden más allá de cualquier otra explicación religiosa o pagana: buscan desprenderse de lo que puede haber de negativo en sus vidas, quemándolo y renaciendo como personas nuevas saltando por encima de esas grandes hogueras.