El misterioso encanto de la poesía reside en el enigma de los espejos que nos reflejan. Algo tan sencillo, y azaroso a la vez, como que alguien reciba por sorpresa el mensaje de un desconocido y se reconozca en él. El mensaje puede venir -por ejemplo- de una mujer que se ha encerrado en su habitación y escribe los recuerdos insidiosos de sus noches de amor. O de un hombre cansado que abre una ventana y contempla ensimismado el ciclo de las estaciones. He ahí la simbiosis entre el lenguaje y el lector: la magia de la poesía.
Dentro de unos días se cumplen diez años de la muerte de Idea Vilariño, y su ausencia física, lejos de borrar la luz crepuscular de sus palabras, se ha tornado presencia viva en la memoria de los lectores. Cuando yo llegué por primera vez a sus libros (inesperadamente y sin aviso) sentí un deslumbramiento similar al que experimenté cuando descubrí los de Alejandra Pizarnik y Lois Pereiro: el encontronazo brutal con un mundo desconocido. Recuerdo que llevé el tomo de tapas acartonadas de Lumen a muchos lugares conmigo: lo leía en mis viajes en tren, en las terrazas de los cafés, en la intimidad de mi casa. Siempre me llevaba al mismo sitio: a una noche honda y desolada donde las palabras ganaban la partida a la aprensión y a la tristeza.
Más allá de los tópicos que la retrataban como una mujer seductora y misteriosa, Idea Vilariño fue una escritora que supo transmitir -con un lenguaje mínimo y esencial- las emociones más universales. El desamor, la soledad y cierta sensación de extranjería frente a la vida y frente al mundo, serán temas recurrentes desde sus Nocturnos hasta No. Pero si algo marcó definitivamente la vida de la uruguaya fue su relación con Onetti y el fascinante libro que éste le inspiro. Sus Poemas de amor, publicados por primera vez en 1957, son hielo en estado sólido: un espejo oblicuo que lo mismo habla del hombre que no está que de la mujer que has amado con ternura y ves alejarse de ti dolorosamente.
Tengo un recuerdo muy vivo de una de las lecturas más apasionantes que he hecho de ese libro en mi vida. Estaba sentado en un café de enormes ventanales desde donde veía un parque lleno de árboles. Hacía frío en el exterior, porque era invierno, y empezó a nevar muy despacio. Rememoro ahora, pasados los años, ese instante epifánico y me estremezco como entonces al leer aquellas palabras, aquellas confesiones escritas con tanto amor por una mujer sola, desesperada, que agota las horas de su insomnio esperando a su amante que no llega, que ya no volverá nunca. La grandeza de la poesía -lo he dicho antes- estriba en la posibilidad de que yo estuviera esperando allí, aquella misma tarde, a otra mujer que tampoco iba a venir, y que por una alucinación provocada por la ausencia o por la magia del lenguaje y la imaginación, la estuviera viendo caminar a lo lejos, bajo un paraguas, perdiéndose silenciosamente bajo la tormenta de nieve.