Vitoria - Su labor con el séptimo arte, tanto en el papel de comisaria como en otras ocupaciones (jurado, productora, programadora...) ha llevado su nombre y su trabajo por diferentes países. Ahora, de nuevo en Gasteiz, sigue desarrollando diferentes proyectos e impulsando plataformas de encuentro y trabajo en colectivo como Kalakalab. Para lo que, por el momento, no queda tiempo es para la música, esa pasión que le llevó, por ejemplo, a dirigir una Escolanía Samaniego que, por cierto, en este 2018 cumple 50 años.

Estamos en el siglo de la imagen, o eso dicen, pero ¿estamos educados y estamos educando para entender ese lenguaje, para comunicarnos a través de él?

-Cuando me empecé a interesar por la educación y la imagen en movimiento, y de eso han pasado unos años, ya decía que llegábamos muy tarde. En la última década, además, ha habido todo un desarrollo tecnológico que hace que los más jóvenes se desarrollen con herramientas que a los adultos nos cuesta entender. Estamos muy tarde y hay mucho trabajo por hacer, no sólo para aprender a descifrar códigos y aprender todas las posibilidades de este lenguaje, sino para seguir el avance tan veloz de la tecnología. Hay gente que en Europa está llevando a cabo proyectos maravillosos de creación y de análisis. Aquí también se están dando pasos puntuales. Pero hay un trabajo que hacer desde las escuelas para implantar una asignatura o una formación específica que tenga que ver con la imagen en movimiento y con cómo aprendemos a manejarnos con ese lenguaje. Lo mismo podría decir de las redes sociales. Hemos llegado a manejarnos en universos virtuales sin tener mucha idea de cómo funcionan, cómo afectan, cómo esa rapidez está generando nuevas formas de relacionarnos... Es un tema muy complejo, que está evolucionando de manera muy rápida y al que, lamentablemente, no damos la importancia que tiene.

En su caso, ¿qué le atrajo del mundo de la imagen?

-Siempre pensé que me iba a dedicar a la música. De hecho, llegué al cine bastante tarde y estuve compaginando ambos mundos. Claro que de niña y de joven veía cine, pero como lo hacía el resto de mi generación. Cuando me decanté por hacer Comunicación Audiovisual en la universidad, aquello terminó siendo un acercamiento al cine que no me interesó mucho. Pero poco a poco me empecé a encontrar con la fascinación por un montón de cines a los que no había tenido acceso hasta ese momento. Descubrir los cines de vanguardia fue lo que impulsó mi pasión por lo que hago hoy en día.

Son muchos los que escuchan hablar de cine de vanguardia o experimental y por dentro se les encienden las alarmas: raro, incomprensible... ¿Qué encontró usted para dejarse atrapar?

-Para empezar, muchas posibilidades de leer la realidad porque no ofrece ni patrones ni mensajes cerrados que quieren, de manera clara, conducirte a una lectura. El cine experimental me estimula en cuanto que es todo lo que tú quieras. Hay una participación muy activa por parte del espectador; es muy sensorial y por lo tanto es otro tipo de viaje a nivel de experiencia; y me parece muy libre, que es algo que me encanta. Está muy bien que me cuentes una historia, pero también me estimula mucho el dejarme llevar, y el poder aportar yo. Es verdad lo que decías antes. Tendemos a categorizar todo y tenemos muchos prejuicios. Pero por eso también me gusta mucho mi trabajo, que pasa por tratar de eliminar esas barreras que tienen que ver con el cine. Cuando programo cine experimental, según el contexto, no digo que es cine experimental para dejar que la gente se sorprenda porque, por desgracia, tenemos muchos prejuicios en muchos aspectos. Si a un niño que no sabe lo que es el cine experimental le pones una película de Norman McLaren, le maravillará. No le tienes que decir: bueno, es cine experimental, que es un cine raro o difícil de entender. No, esos son tus prejuicios. Un niño va a conectar inmediatamente con ese universo, con esos estímulos visuales y sonoros. Al final, con niños y con adultos, mi trabajo es dar acceso y crear contextos para que la obra se disfrute.

Pero para disfrutar hay que ver y encontrar dónde se antoja complicado.

-Bueno, tiene que haber espacios que acojan esas propuestas. Sabemos que hoy esto es complicado, sobre todo si hablamos de cine no narrativo o no comercial. Y toda vez que has encontrado lo que quieres mostrar y dónde, es complicado comunicarlo a los públicos. Son muchos pasos y es fascinante estudiar y ver cómo darlos.

Sin querer comparar situaciones, el cine comercial también ha perdido, y de manera evidente, salas en la última década.

-Lo que pasa con la imagen es que la manera de consumirla ha cambiado. La hemos llevado de un espacio público, por así decirlo, a nuestras casas. Hay millones de formas de acceder a material de todo tipo desde nuestro sofá y esto hace que estemos perdiendo la experiencia colectiva. Esto supone un reto más. Ahora mismo, y es una de las reivindicaciones que hago con mis proyectos, necesitamos volver al cine como experiencia colectiva. Mi mentora decía que mostrar no es suficiente. Tenemos que generar otras maneras de encontrarnos para que merezca la pena salir a la calle para ir a algún lugar a ver una creación de la que igual no hemos oído hablar mucho.

Programadora, directora de festivales, productora... ¿Es todo parte de lo mismo?

-Cada contexto y cada proyecto te pide ciertas cosas. Hubo un momento en mi vida en que pensé que hacía demasiadas cosas y demasiado diversas, pero con el paso del tiempo he visto que no, que en realidad todo suma porque todos los proyectos en los que estoy se enriquecen los unos de los otros.

Este 2018 le trae un nuevo reto que es ponerse al frente de un festival de prestigio como Punto de Vista (Pamplona). ¿Por qué, si su agenda ya está bastante apretada, decide, primero, presentarse a la convocatoria y, segundo, aceptar el puesto tras ganar el proceso de selección?

-Después de 12 años sin vivir aquí, cuando volví, pensé que no iba a encontrarme con muchas más posibilidades de presentarme a un proyecto que reuniese las características de Punto de Vista. Es un festival en el que me he formado como espectadora y como profesional. Y tiene el tamaño perfecto para desarrollar ciertas líneas curatoriales que me interesan. Así que tenía claro que no me quedaba otra que presentarme. También porque estas oportunidades son muy escasas, sobre todo teniendo en cuenta que, lamentablemente en España, hasta hace nada no se hacían concursos públicos para este tipo de puestos. Ser seleccionada fue una muy grata sorpresa. Significa también un reto importante, para empezar porque tengo un gran respeto por el trabajo que se ha hecho hasta ahora. También porque, ante el panorama actual de espacios y festivales, nos tenemos que diferenciar de alguna forma. En este último caso, hemos encontrado que no se está cubriendo tanto ese espacio que tiene que ver con el cine documental de vanguardia que bebe mucho del arte y viceversa. Pero bueno, la idea es seguir trabajando en esa línea de romper categorías y prejuicios en el público y también dentro del sector del cine. A mí, los discursos tan endogámicos que se crean en algunos festivales y reuniones profesionales me terminan aburriendo. Por eso me gusta acercarme a la danza, al teatro, a... donde veo que se puede estar hablando de lo mismo pero desde otros ángulos. Necesitamos espacios donde encontrarnos y todos nos enriquezcamos.

Su trabajo ha supuesto estar doce años viviendo primero en Estados Unidos y después en México. ¿Por qué se fue?

-Me fui porque, de pronto, sentí que el comisariado de cine era algo más que lo que se estaba desarrollando aquí. En España no hay una tradición en este perfil. Fui a Nueva York, a un seminario que en su día inició Robert Flaherty. Allí conocí a muchos profesionales y dije: vale, esto es lo que yo buscaba. No sé ni cómo me atreví a pedirle a una comisaria de cine de San Francisco que me dejara trabajar con ella. Me dijo que no tenía trabajo que poder pagarme, que no tenía un programa de becas. Pero me daba igual. Dejé todo aquí, hice la maleta y me fui a trabajar gratis. Aprendí todo eso que yo intuía que había. Fue una experiencia increíble a nivel profesional. Eso me llevó a quedarme unos cinco años allá. De ahí pasé a México para desarrollar más proyectos.

¿Y por qué ha regresado?

-Llevaba tiempo viviendo en muchas ciudades y residir en el extranjero es muy estimulante pero también agotador. Cuando te marchas, siempre te preguntas cuándo volverás, si que es vas a volver. Yo me lo seguía preguntando. No quiero que suene pretencioso, pero también llega ese instante en el que piensas que te toca devolver un poco de lo que has recibido. Es decir, yo he tenido la suerte de ver muchas cosas, otras maneras de trabajar, y me apetece contribuir al lugar de donde soy con esas experiencias vividas. Vitoria no es México DF ni Los Ángeles pero hay muchas cosas que se pueden hacer y muchas personas haciendo proyectos fantásticos. Así que dije: venga, me vuelvo.

¿El panorama, desde un punto de vista cultural, es en Gasteiz tan desolador como esperaba?

-Como te decía, hay mucha gente haciendo muchas cosas y eso me ha sorprendido. He descubierto a diferentes personas que están haciendo un trabajo fantástico. Lo que sí creo es que Vitoria es una ciudad perfecta para desarrollar mucho más. También para inventar nuevas maneras de gestión, de autogestión, de colaboración. Hay maneras que tenemos que explorar. Lo que creo que falta son más espacios y momentos para el encuentro. Sé que estamos en un ritmo frenético que parece que nos impide conocer al otro más, juntarnos, ver la posibilidad de colaborar... pero necesitamos pararnos y juntarnos. Ahí pueden surgir muchas cosas. Al final, esto también es una carrera de relevos. Es una ciudad complicada a la hora de comunicar ciertas cosas, de llegar. Y echo en falta que los que nos dedicamos a esto, estemos en las cosas de los demás. No podemos quejarnos de que los públicos no vienen y no preguntarnos dónde está la gente de la cultura. Todo pasa porque todos nos responsabilicemos. Puede parecer obvio lo que digo, pero también es lo complicado. Aquí hay profesionales muy buenos y tenemos que conseguir que se queden, que no den a Vitoria por perdida. Trabajar aquí merece la pena.

Por cierto, ¿y la música, la tiene abandonada?

-Me gustaría decirte que no (risas).