Estos días, sea en la cúspide del abeto, sea sobre el portal del belén, en muchísimos hogares brilla una estrella en recuerdo de la que, según San Mateo, condujo a los Magos de Oriente hasta Belén; casi todos, cuando éramos pequeños, la hemos colocado en nuestros nacimientos caseros o, a hombros de nuestros padres, coronando el árbol de Navidad.
Estrellas navideñas. Las de los nacimientos de mi infancia, cuando nadie les llamaba belenes, solían tener cola, adelantándonos a las teorías que afirman que la original era un cometa, y eran de seis puntas, como la de David, porque en aquellos tiempos las de cinco puntas estaban muy mal vistas por la autoridad.
Estrellas en el árbol, en el portal y... ¿en la mesa? No, salvo que se trate de estrellas de caramelo, chocolate, galleta y demás. O que a la sustanciosa sopa navideña se le ponga pasta en forma de estrellitas. Rizando el rizo, que entre las frutas haya carambolas.
Porque las estrellas de mar no se comen. Al menos, hasta donde yo llego. Pero sí que comemos, y hay mucha gente que los valora muchísimo, algunos parientes suyos, es decir, animales invertebrados marinos clasificados como equinodermos, palabra que nos informa de que se trata de animales cuya piel está cubierta de púas.
Como el antes prácticamente desconocido por aquí cohombro o pepino de mar, por otro nombre holoturia; en mi primer ejemplar de Veinte mil leguas de viaje submarino, el capitán Nemo ofrece al profesor Aronnax un plato de holoturias “que harían las delicias de un malayo”. Efectivamente, en Extremo Oriente los cohombros de mar son un bocado apreciadísimo.
En España los consumían pescadores catalanes, valencianos y baleares, generalmente en arroces marineros. Les llamaban espardenyes, alpargatas, por su aspecto, ciertamente nada apetitoso. Hasta que llegó Adrià y llevó a las espardeñas a la gloria. Consecuencia: fueron proclamadas manjar de dioses y su precio se disparó.
Su creación consistía en unos hatillos hechos con la parte interior blanca de las espardeñas, sobre cuya naturaleza hay división de opiniones, envueltos en lonchas finas de bacon y pasados por la plancha. El aroma y sabor dominantes eran, claro, los del tocino. El mérito de la espardeña, su textura;, pero no voy a ocultarles que muy parecido resultado se obtiene sustituyendo las espardeñas por navajas, o por tiras de calamar, en mi opinión la mejor variante de este plato.
Otro equinodermo es el erizo de mar, tan solicitado tanto en Asturias como en Cataluña y la Costa Azul. Siempre he pensado que el primero que se comió un erizo no lo hizo, como dicen del que hizo lo propio con un percebe, por mera hambre. No: fue por venganza. Imagínenlo caminando, descalzo, por la zona intermareal, cuando se clavó accidentalmente las púas de un erizo. “Te vas a enterar”, debió de pensar. Y se lo comió.
Al natural, seguramente. Del erizo de mar sólo se comen sus gónadas, que son las “puntas” de la estrella (de cinco puntas, aquí sin problemas políticos) que nacen de su centro, de color normalmente anaranjado vivo.
Se pueden comer así, con una cucharilla, o se pueden cocinar.
Sus partidarios consideran al erizo un manjar único. “Extracto de mar, hálito de borrascas, esencia de tempestades...”, les llamó Julio Camba. Pero ya digo que era un marisco apenas conocido fuera de las zonas indicadas más arriba. Hasta que llegó Adrià y, como en el caso de las espardeñas y cual nuevo rey Midas, los transformó en oro, por el sencillo procedimiento de servirlos gratinados en la propia concha, con un huevo escalfado de codorniz.
Hay que decir que los hatillos de espardeñas y los erizos gratinados son creaciones de la primera época de Adrià; ambas recetas aparecen en su primer libro, editado en 1993.
En lo que a mí respecta, tengo que decir que ni erizos ni espardeñas están no ya en el podio de mis preferencias marisqueras, sino ni siquiera entre mis diez mariscos preferidos. Ya he dicho que prefiero los hatillos de calamar a los de espardeñas y, en cuanto al erizo, encuentro su sabor demasiado invasivo, dominante; por eso jamás olvidaré un plato que me ofreció el gran Joël Robuchon, en su “Jamin” parisino, que mezclaba erizos e hinojos sin que marisco ni bulbo se impusieran ni anularan al otro. Un prodigio de equilibrio.
De todas maneras, pueden llevar estrellas a su mesa festiva. Recuerden que se cuenta que cuando el benedictino dom Perignon, cillerero (bodeguero y despensero) de la abadía de Hautvillers, en la Champagne, llamó a los monjes a la voz de “¡Vengan pronto, hermanos! ¡Estoy bebiendo estrellas!” Era, allá por 1670, el primer espumoso de la Champagne, el vino destinado a convertirse en el símbolo de la fiesta, en imprescindible en cualquier fasto, en el auténtico rey de los vinos.
Así que, aunque no coman estrellas... ¡bébanselas!