Madrid - Antes que escritor de canciones inmortales en Leonard Cohen habitó el anhelo de ser simplemente escritor, como demuestran una abundante obra poética y dos joyas de la narrativa recién reeditadas que, ante el primer aniversario de su muerte, recuerdan cuán imperecederamente viva resulta también su prosa. “Lo que consigue Cohen, y consigue Proust, es devolver a cada cosa, a cada instante, el brillo que tuvo en el pasado”, afirma el también autor Ray Loriga en el prólogo de El juego favorito, obra de 1963, de vuelta al mercado y en castellano (editorial Lumen) junto con su otra novela, Hermosos perdedores.

Considerada la puerta de entrada del posmodernismo literario en Canadá, es este un relato complejo y poco complaciente, en gran parte por su intrincada historia sobre el triángulo pasional que nace entre un matrimonio y un parlamentario de las filas separatistas de Quebec a partir de su fascinación compartida por una india nativa del siglo XVII que, para más inri, acabó santificada. “Como sé que tienen ustedes un gran sentido del humor, les recomiendo encarecidamente esta novela”, señala Loriga, encargado de prologar también esta obra, el último relato que el compositor de Suzanne desarrolló en prosa antes de reinventarse en el cantautor de voz cavernaria que mantuvo la muerte, la culpa, el amor y el sexo como fuentes de inspiración musical.

Por eso probablemente podría sorprender más el registro de esta obra. “Me resulta curioso contrastar al Cohen novelista con el Cohen poeta, cantado o no. Tengo la impresión de que uno decía lo mismo que el otro, pero temió ser aburrido. O poco melódico”, opina el responsable de Rendición, que ve en esta historia el “aroma” de su célebre tema Famous Blue Raincoat. “Trata entre otras muchas cosas de cómo puede perdonar una profunda amistad a otra lo aparentemente imperdonable”, apostilla.

Repleto de simbolismos e imaginería mística y lúbrica, en Hermosos perdedores supo combinar con acierto diversas técnicas narrativas, pero ello no evitó que, tras su publicación en 1966, recibiera enconadas críticas.

También fue en la isla griega de Hydra, pero en su primera estancia en 1959, donde nació El juego favorito, cercenada a la mitad de su extensión original para hacer posible su publicación cuatro años más tarde y sortear las reservas de otros editores por su tono autobiográfico, ya preñado de referencias sexuales. “A mi madre”, arrancan las 334 páginas de una “novela de iniciación” que dispara fogonazos de recuerdos vividos, en los que los verbos escritos se alternan, conjugan y enredan en pasado y en presente, igual que hace la mecánica de la memoria emotiva. Esos microrrelatos, entidades potencialmente autónomas como lo son las canciones, componen a través de su lectura fluida la biografía de Lawrence Breavman, hijo único de una familia judía de Montreal. Allí se cuenta el siguiente chiste: “Los judíos son la conciencia del mundo, y los Breavman son la conciencia de los judíos”. “Y yo soy la conciencia de los Breavman”, añade el personaje de Lawrence, antes de proclamar: “En realidad somos los únicos judíos que quedamos; me refiero a supercristianos, ciudadanos destacados con pichas cortadas”.

No concluyen ahí los paralelismos entre Cohen y su protagonista, al que une especialmente la búsqueda del amor y la belleza, pero no solo eso. En su prólogo, Loriga abunda en este aspecto: “Encontrarán aquí todo lo importante: Europa, América, pasado, futuro, campos de concentración, juegos hermosos y otros malditos. Conceptos de clase y clases de ideas”. “Y encontrarán (...) un gran escritor que decidió en la isla de Hydra no hacer muchas más novelas y ponerse a hacer canciones; le doy las gracias por la última decisión, y me niego a dárselas por la primera”, remacha.