Fue el 3 de octubre de hace justo dos décadas. Se inauguraba Vitoria-Gasteiz en el arte y con aquella exposición se abría también un centro cultural que, en realidad, no iba a ser tal. Tampoco cuando el edificio se construyó en 1524 la idea del matrimonio formado por Ortuño Ibáñez de Aguirre y María de Esquivel y Arratia era convertirlo en su residencia, sino que la intención era ceder el inmueble a las Dominicas. Pero la vida tiene estas cosas. El palacio de Montehermoso lo sabe bien. Hasta ese día de hace veinte años fue desde lugar de paso para la realeza hasta cuartel de artillería. Después, además de continente de cultura, ha servido para mítines electorales, plenos municipales, presentación de presupuestos a los vecinos de Vitoria y actos de la Green Capital.
En 1994, el Ayuntamiento de Gasteiz se hizo con el edificio de lo alto de la colina, por entonces sede del Obispado. Más de 300 millones de las antiguas pesetas tuvieron la culpa. La intención era instalar allí diferentes oficinas municipales. De hecho, se hizo el diseño del nuevo interior, se comenzaron las obras y cuando el proyecto iba hacia adelante, el Consistorio, comandado por Jose Ángel Cuerda, decidió enmendarse a sí mismo. Montehermoso tenía que ser un centro cultural y para ello, además, se le iba a unir el edificio del antiguo Depósito de Aguas, un singular local que la institución municipal venía usando desde mediados de la misma década para determinadas actuaciones y exposiciones, intentando, sin ningún éxito por cierto, que la ciudadanía lo conociese como Espacio Oñaederra.
Hoy, el inmueble incluye al centro cultural (dentro del que está su mediateca), al espacio hostelero y escénico del Jardín de Falerina y a Oihaneder Euskararen Etxea (que se inauguró el 16 de octubre de 2014). Hace dos décadas, todo estaba por dibujar, aunque la idea era clara: que el Ayuntamiento tuviera en pleno Casco Viejo su punto de referencia para la creación contemporánea y local. Un objetivo que se refundó en 2007 -con Alfonso Alonso como alcalde- al querer especializarse en la aplicación de políticas de igualdad entre los sexos en los ámbitos del arte, el pensamiento y la cultura contemporáneos. Una reorientación que, eso sí, fue eliminada de cuajo en 2011 con la crisis económica como la excusa perfecta.
De hecho, esa decisión marcó el punto de inflexión dentro de la trayectoria de Montehermoso. Casi una treintena de trabajadores se fueron a la calle, se redujo el presupuesto del edificio hasta un mínimo tal que algunos meses había incluso problemas para pagar las facturas de luz y agua, y se optó, con Javier Maroto al frente de la institución, por no marcar ninguna línea explícita de actuación, más allá de intentar aplicar una política de alquiler de espacios que se mantiene en la actualidad aunque nunca ha funcionado. Los ejemplos de precariedad que en estos años han conformado su camino son numerosos.
Aunque algo se ha mejorado en la cuestión económica, la situación en 2017 no es mucho mejor. El proyecto sigue sin tener una definición de sus objetivos y modelo de funcionamiento, sobre todo para intentar vislumbrar un futuro que también suponga recuperar puestos de trabajo. Además, varias de las iniciativas que lleva a cabo se pueden realizar porque presupuestariamente no dependen del centro. Y aún así, suficiente hacen los trabajadores del espacio, que además desde este año se están encargando de la gestión cultural del Jardín de Falerina, local cuyo negocio hostelero ha sufrido de primera mano el parón de actividad de Montehermoso.
La única luz viene de Oihaneder que, como tiene un presupuesto aparte, está proponiendo una intensa agenda de actividades a lo largo del año. De todas formas, en este caso cabe recordar que se sigue a la espera de la construcción del Gasteiz Antzokia -en un momento incluso se llegó a plantear levantar un edificio sobre el antiguo Depósito de Aguas-, que de llevarse a cabo podría volver a cambiar la situación de la casa del euskera dentro de las instalaciones de Montehermoso.
En la balanza positiva De todas formas, lo que el palacio está sufriendo a cuenta de la crisis no puede tampoco ocultar que tanto antes como, también, en este tiempo, Montehermoso ha podido disfrutar, compartir y promover no pocas acciones culturales reseñables, sobre todo de la mano de no pocos artistas alaveses y del resto de Euskal Herria. Txarro Arrazola, Gerardo Armesto, Antonio Altarriba, Juan Luis Moraza, Nerea Lekuona, Miriam Isasi, Gustavo Almarcha... la lista es, por fortuna, demasiado larga, sin olvidar, sobre todo en la época de especialización, la huella internacional y la apuesta que a lo largo del tiempo se ha hecho, por ejemplo junto a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco, por los jóvenes valores del arte contemporáneo.
Además no hay que dejar de lado programaciones que tuvieron un papel fundamental dentro de la marcha del centro, como el recordado Vitoria Territorio Visual o la importancia que llegó a tener, dentro de la obligación formativa que tiene cualquier espacio de esta índole, su área educativa. Todo ello sabiendo además que Montehermoso ha sido -y en ello sigue- receptor de no pocas iniciativas, siendo la más reciente en llegar a sus instalaciones la feria de ilustración Mazoka, aunque a buen seguro la más conocida es la exposición anual del World Press Photo (más allá de que en determinados momentos esta muestra se llevase a otros lugares de la ciudad).
A esa actividad en el interior casi siempre ha contribuido el Jardín de Falerina, un espacio que ha tenido diferentes gestores privados desde que se abrió la cafetería, aunque parecía que se había encontrado cierta estabilidad desde hace unos años. Unos y otros han propuesto sus programaciones (marcadas sobre todo por la música) y han recibido citas externas como el desaparecido ciclo Jazz Terrace, KaldeArte, el Big Band Festival... Sin embargo, este 2017 ha supuesto un paréntesis. El Ayuntamiento se ha encargado de la gestión de la agenda, cubriendo un mínimo que no ha estado a la altura de otros veranos, ni mucho menos.
En este contexto, no hay duda de que el aniversario -que parece que no se va a celebrar de ninguna manera- llega con una sensación agridulce. En lo positivo está buena parte del camino recorrido y el hecho de que el espacio siga abierto, que es algo que muchos otros centros culturales dependientes de un consistorio no puede decir tras esta crisis. Al otro lado de la balanza está no tanto un presupuesto exiguo sino una falta de definición de proyecto a futuro y una apuesta decidida por él.