En el perfil biográfico que el Zinemaldia facilita en su catálogo sobre Matt Porterfield (Baltimore, 1977) se subraya que su obra ha sido apoyada por algunos de los espacios artísticos más relevantes. O sea, que su nombre aparece ligado a los centros expositivos del arte contemporáneo. Si se analiza lo que Sollers point alberga en su interior, parece muy difícil intuir que en esa prosa directa, anfetamínica y sobrecargada, pero 100% convencional, quede algo que delate su inscripción en los espacios de arte emergente de la contemporaneidad.
Sollers point posee un protagonista absoluto, un bien parecido representante de la llamada basura blanca, pobres anglosajones hechos de carne de mucho paro y presidio seguro, que acapara toda la historia. La cámara le sigue en todo momento y el personaje, llamado Keith y de quien se nos hace saber que se ha pegado un año en la cárcel por trapichear, corre como un poseso sin que sepamos hacia dónde. Al final lo adivinamos, corre hacia su perdición.
Autor de largometrajes como Hamilton (2006), Putty Hill (2011) y I Used to Be Darker (2013), Porterfield hace gala de un excelente pulso narrativo. Su puesta en imágenes cumple los mínimos, su profesionalidad es de alto nivel, la calidad técnica evidencia medios y conocimiento, pero el contenido resulta banal, insípido. En la desesperada huida hacia ningún lado, en la permanente insatisfacción de su joven protagonista, en sus idas y venidas que en unas pocas horas acumulan más desastres que los que cualquier persona corriente cometerá en toda su vida, solo cabe percibir la inanidad del vacío.
Resulta amena porque en su interior suceden de manera ininterrumpida persecuciones, peleas, conflictos familiares, riñas de pareja, encuentros sexuales y venganzas de exconvictos que corroboran la inexistencia de un sentido, de algo propio. Que sus ingredientes (fotografía, interpretación, música y sonido) sean profesionales no quiere decir nada; salvo que siendo necesarios para hacer buen cine, su presencia sin intención se reduce a producir un entretenimiento insignificante. Un cuentecillo que será olvidado.
Con otra presencia, otro estilo, pero con la misma sensación de dilapidar la mayor parte del trabajo invertido, se presentó la otra película a competición de ayer: Soldatii. Poveste din Ferentari, de la directora serbia, aunque afincada en Bucarest, Ivana Mladenovic.
Soldatti amanece de manera altamente prometedora. Hurga en un escenario propicio para la indagación y el análisis; la comunidad romaní afincada en la periferia de Bucarest.
En ese escenario de extrema miseria y densa tensión aparece un antropólogo que busca material para su tesis en torno al manele: una variante de la música popular gitana cuyas letras, según se nos dice, ponen en cuarentena la idea de la amistad. Y sobre la amistad con derecho a roce va esta película de relaciones sexuales entre hombres que ha sido dirigida por una mujer.
Ivana Mladenovic ha trabajado mucho y reconocidamente en el mundo del documental. De hecho, su película se alimenta de imágenes robadas, de planos arrancados a la calle, donde con frecuencia vemos a los transeúntes mirar de reojo y con curiosidad el objetivo que los está captando. Un escenario que se percibe como de riesgo y en donde su directora da rienda suelta a un romance atípico.
La cuestión es que el doctorando que busca material para su tesis acaba encontrando a un expresidario de 120 kilos de peso, obsesionado por haberse comido 14 años de cárcel, violento y pedigüeño. Un chulo de club nocturno. Contra toda lógica y sensatez, y con más peligro que bucear en el hogar del tiburón blanco, el antropólogo inicia una historia de sexo y sobrepeso, de tabaco y alcohol, con el matón del barrio. Lo que prometía una incursión por las manifestaciones musicales romaníes, se clava en un tresillo de escay, sudor y semen.
Casi dos horas en las que vemos a los dos hombres beber y retozar con algunas pequeñas salidas por las calles del pobrísimo barrio de Ferentari. De la música, apenas hay noticia. Del trabajo de su realizadora, se da fe en cuanto a su rigor y coherencia. De los actores nadie duda de su capacidad para insuflar credibilidad y fisicidad a sus personajes.
Pero del interés de la película, más allá de ciertos guiños al más doloroso y dolorido Fassbinder de los años 70 y 80, se constata la evidencia de que Mladenovich ha perdido la oportunidad de realizar una gran película después de adentrarse en un territorio tan complejo, salvaje e inquietante como este.