Bilbao - El filo del hacha silba antes de terminar en la madera. Desde el cielo la hoja cae sin miramientos y se encalla en el tronco que espera bajo los pies del aizkolari Patxi Larretxea. El movimiento, que se repite una y otra vez, y que funciona como metrónomo improvisado, guía al escritor, su hijo Hasier, que se encarga de poner voz a sus poemas. Su madre también está con ellos en este recital. Participa, es parte de esta unión, la del hijo y el padre, la de la literatura y el deporte rural euskaldun, que se reencuentran para ofrecer un espectáculo insólito, uno que ha propiciado la reconcilación de esta familia.
¿Cómo describiría este recital?
-Se aúna la tradición del deporte rural que he ido bebiendo en Arraioz, en el Valle del Baztán; la realidad del hacha, el levantamiento de la piedra, esas sonoridades que incluye mi madre en este evento, que también es importante la presencia de la mujer aquí y en toda la historia, con la poesía y la literatura. Es una metáfora de una misma familia: el hijo no pudo seguir los pasos del padre, él tenía ilusión para que yo fuera un buen cortador de troncos. Viviendo en Madrid aún seguía recordándome que tenía buen porte (ríe). Antes eso lo vivía como una presión porque los Larretxea son conocidos, de las familias del deporte rural vasco más importantes. Después de un proceso muy largo, de un crecimiento personal de toda la familia, este espectáculo es una metáfora del reencuentro y de cómo se unen diferentes generaciones mirando de la misma manera a esa tierra pero con distintas voces o sonidos.
Este espectáculo no se detiene.
-Seguimos en ello. Me han escrito desde Huesca, nos han llamado desde institutos de Extremadura. Hemos pasado por ciudades como Barcelona, Madrid, Salamanca, Valladolid, Zaragoza... La reflexión en España está siendo abrumadora. La gente se emociona muchísimo, se nos acercan a hablarnos de historias que tienen conexión con el País Vasco. En estas representaciones leo en euskera y me dicen que no están acostumbrados a la sonoridad y eso les gusta. Está siendo muy enriquecedor.
Su padre utiliza el hacha, pero sus poemas también recuerdan su tierra.
-A través de la escritura voy recordando esos senderos, festividades, creencias, identidades, historias mitológicas y místicas. En castellano empecé con la obra Niebla fronteriza; un álbum familiar descarnado, porque expresaba la relación con mi padre. Todavía había cierta crispación en ese ambiente familiar, pero había un retorno. Después vino De un nuevo paisaje que también parte del lugar de origen pero recorre el mundo desde un caracter más sociopolítico. El libro Meridianos de tierra, publicado en mayo, vuelve al lugar de origen. La infancia que he tenido es muy inspiradora y tiene muchos elementos: los bosques, todo lo relacionado con la fe, la identidad... es un material estupendo para escribir. Me sirve en lo creativo y en lo personal, como una manera de volver a recordar todos esos lugares que yo en Madrid no tengo.
La distancia geográfica permite a veces otro enfoque, otra visión del pasado.
-Sí. Gracias a vivir en la distancia he podido reflexionar sobre muchas cuestiones personales y sociales. A veces vienen bien ese sosiego y lo que te aportan otros entornos sociales. Me ha venido muy bien nacer en un lugar con muchísima energía desbordante de lo rural, y una moral y un estilo de vida concreto en el norte de Navarra para luego venirme a Madrid y partir desde cero, sacarme las castañas del fuego y desarrollarme en un entorno muy distinto. Ha sido como una forma de poder liberar nudos. Es muy sano vivir un tiempo fuera de ese cobijo. Además, para mí era excesivamente sobreprotector por parte de mi madre: quieren lo mejor para sus hijos e hijas y lo que consiguen es generar una dependencia. Ha sido una terapia de vida.
Escribe en euskera y castellano.
-Sí. Mi lengua materna es el euskera. De hecho al llegar a Madrid tuve dificultades, se notaba de dónde venía, me costaba. Cuando vivía allí escribía en euskera pero es cierto que ahora me sale muy natural escribir en castellano, no hago un ejercicio forzado. Sigo escribiendo en euskera y además me hace ilusión volver a publicar en mi lengua. Pero he de reconocer que quizás en castellano, aunque en euskera también abordo cuestiones del lugar de origen, resulta más evidente esa necesidad de mostrar algo que quizá no conocen. Hay una pulsión de exteriorizar ese universo y ha sido importante escribir en castellano, porque es como si reescribiera mi propia historia. A veces, en mis poemas utilizo expresiones que se entremezclan. Por ejemplo, ‘vete lasai que hay putzus’. Me interesa mucho la oralidad y sí que meto en todos los libros palabras en euskera, muestra de esa convivencia.
Vuelvo al espectáculo que tiene entre manos. Algunos poetas eligen la guitarra. En su caso, es el hacha el que abre el camino.
-Todo fue gracias a Imanol Agirre, amigo y librero de Garoa Zarautz. Mi padre no acudía a mis presentaciones. Un día, presentamos mi libro Larremotzetik con una madera y un hacha, y allí fue él encantado. Al principio, mi padre con sus golpes iba por un sitio, yo con mi lectura por otro, así que no había comunicación. Ahora, tenemos un diálogo. Mi padre con el hacha dice muchas cosas. Ha sido como una convivencia estupenda. Además del hacha y la tronza, hemos intercalado nueces, el molinillo del café... En esta puesta en escena llenamos el escenario con los personajes que son protagonistas de muchos de mis textos, que son mi padre y mi madre, y la sonoridad. Hay una parte además, en la que mi padre me pone a trabajar con el hacha y es muy emocionante ese círculo que se cierra.
La naturaleza es uno de los temas que trata, pero no como un elemento meramente comtemplativo.
-Muchos describen un ambiente bucólico, romántico, lo que les produce la naturaleza. Pero yo en Meridianos de tierra sobre todo, utilizo la naturaleza como elemento para hablar sobre el paganismo, religión, la identidad... Son textos desgarradores y con mucha fuerza. Utilizo la naturaleza como elemento catalizador para hablar sobre la matanza del cerdo, la sangre, por ejemplo. Y eso no es lo que me interesa en sí, sino plasmar la rudeza y el cariño también de lo rural. En los poemas hay ciertas dualidades y una mística muy grande que se acerca un poco a lo gótico, a lo pagano. Hay también muchos elementos en los poemas que son historias rescatadas que contaba mi abuela de apariciones en los caseríos... La naturaleza me interesa mucho, sí, pero no me quedo en ese plano contemplativo. Por ejemplo, utilizo mucho la simbología del pájaro para hablar sobre la homosexualidad.
También se detiene en la ‘muga’, las fronteras... Eso tiene mucho de la sociedad vasca: hermética y cerrada.
-Son comunidades cerradas, concéntricas, donde la visión no sobrepasa las cordilleras. Eso es mágico y maravilloso pero hay algo ahí que no deja liberar las almas y las personas que quizá desean ver mundo y ser como quieran ser. Es como si hubiera un dictamen del orden y la ley. Entonces, escribir para mí es atravesar el valle, contemplarlo y mirar más allá de las cordilleras, llevar esa identidad y poder desarrollarla. He creado una convivencia equilibrada sin excesiva intensidad o ruido. Yo necesité tomar aire para que fuera yo quien decidiera.
Desde que se fue a Madrid, ¿ha vuelto al valle?
-Mucho. Fue una decisión personal lo de irme. Rompí muchísimo, fui radical en ese sentido, de un día para otro. El cambio fue muy bueno pero hay algo en mí que me hace volver: la familia, el aire puro del campo, el escuchar cómo hablan en baztanés... Cuando una persona va fuera echa de menos cosas que antes no, porque lo tenía todo a mano.
¿Se puede dejar de escribir alguna vez?
-No, es un no parar. Siempre hay una parte en tu vida que, a través de la escritura, necesitas sacar: los demonios, las cadenas. Ahora la mochila me pesa muy poco. A través de la escritura puedo llegar a decidir. Para mí la poesía ha sido liberadora porque el inicio de la escritura, en plena adolescencia, cuando yo estaba redescubriendo la identidad sexual en un entorno complicado en ese aspecto, fue oxígeno. Agradezco el sufrimiento personal de la adolescencia, la fragilidad, para después ir acercándome hacia la luz mediante la escritura.