El Diccionario, como siempre, pasa: “especie de vino tinto, algo claro”. Eso y nada, todo uno. Si va usted a mirar “rosado”, el redactor, que debía de tener el día perezoso, se contenta con un “vino que tiene este color”. Queda claro que el Diccionario, que sigue llamando “caldo” al vino, no vale para nada tampoco en este terreno.
Decíamos que no tenía prestigio, pero sí popularidad. En algunos casos muy concretos, ambas cosas: pensemos en los claretes vallisoletanos de Cigales, que conocí cuando yo empezaba a ir de vinos con los amigos, en La Coruña, en la única taberna donde el vino de la casa, servido en jarras, era un buen clarete de Cigales. Por entonces, en todo lo que hoy es la Ribera del Duero eran típicos los claretes; también en La Rioja, donde en San Asensio siguen haciendole fiesta.
Contado esquemáticamente, un clarete es el vino procedente de la mezcla de mostos blancos y tintos, mientras que el rosado se elabora con uva tinta cuya maceración con el hollejo, donde están los colorantes, se limita, normalmente por sangrado del mosto.
claretes con prestigio Pero hubo claretes que tuvieron prestigio, ya lo creo que lo tuvieron. Sobre todo entre los ingleses, que siempre han sido muy suyos, y muy exigentes, con los vinos continentales. El otro día, releyendo La vuelta al mundo en 80 días, de Verne, en busca de no sé qué dato, me di con esto: “era la cristalería del Club (el Reform Club) la que contenía su sherry, su porto y su claret”. Se refiere, claro, a los de Phileas Fogg.
No vamos a entrar ahora a explicar la condición de británicos que han tenido siempre los vinos de Jerez y de Porto; ellos han sabido beberlos siempre con mayor oportunidad y conocimiento que el resto de los consumidores, con las lógicas excepciones en las zonas de producción. Pero ¿el claret?
Pues otro vino inglés. Hasta hace nada, los ingleses llamaron claret al vino tinto de Burdeos, de esa Aquitania tan ligada a la historia de Inglaterra por lo menos desde los tiempos de Ricardo Corazón de León y su madre, Leonor de Aquitania. Los ingleses, si no sus creadores (por aquí anduvieron ya plantando vides los romanos), sí que fueron sus grandes impulsores.
Y hete aquí que a los tintos bordeleses les llamaron claret. Habrá que explicar que allá por el siglo XVIII los tintos no tenían la capa cerradísima actual. Piensen en cómo llaman al vino tinto los franceses (vin rouge), los ingleses (red wine), los italianos (vino rosso), los alemanes (Rotwein): vino rojo. Rojo. No negro, como sí le llaman vascos y catalanes.
vino tinto Aún recuerdo los tiempos en los que, al describir un tinto, en fase visual, lo más frecuente era adjudicarle una capa rubí, del tipo “sangre de pichón”. Hay diferencias con el clásico “ojo de perdiz” de los claretes castellanos, pero aún más con los actuales tintos oscurísimos, en los que ni la imaginación más calenturienta adivinaría un rubí, que es rojo brillante. Qué quieren que les diga; sin dejar de valorar a los actuales, oscurísimos, tánicos y alcohólicos, en lo que valen, añoro aquellos riojas “rojo rubí, con menisco ocre” de doce grados y medio.
El hecho es que a los ingleses, y Fogg era, para Verne, el paradigma del gentleman, les gustaba mucho el vino de Burdeos. El tinto de Burdeos: el claret. Que, en 1872, fecha de la más famosa de las vueltas al mundo, aún no había sido atacado por la filoxera; estaba a las puertas, pero aún no. Como es sabido, muchos bodegueros bordeleses, ante la plaga, trasladaron su actividad y saberes a los viñedos riojanos, y hubo, cómo no, claret riojano. Yo recuerdo siempre el de las prestigiosas Franco Españolas, que todavía hoy embotellan y etiquetan un muy apreciable Royal Claret.
Verne añade que Fogg perfumaba su claret con canela. No quiero pensar que lo tomase caliente; el vino caliente con canela y azúcar es una bebida invernal de lo más clásica. Aún recuerdo cómo nos confortó cuando lo declaramos bebida única en una lejana y gélida Nochevieja en Escalona del Alberche.
Pero, en vino, yo asocio automáticamente la canela con la garnacha, cepa ausente en las riberas del Garona; una mañana de sol, fría, en el Somontano, probando un tinto monovarietal de garnacha de Viñas del Vero, la sensación de dulcería que llegó a mi nariz fue maravillosa. Quizá era lo que buscaba Fogg en su claret.