Las tormentas hacen balancear el barco. El tiempo empeora y los marineros apenas pueden mantenerse en pie. La travesía es dura, la conocen a la perfección, pero es como si cada vez que se embarcaran en la nao, exentos de memoria, tuvieran que enfrentarse al desaire del mar por primera vez. La necesidad los aleja de la tierra y con una entereza propia a la de una persona que no le queda nada que perder, recuerdan que podrían no volver.
Esta podría ser la célebre historia del maestro de lo macabro Edgar Allan Poe, en la que narra las aventuras de Arthur Gordon Pym en ese viaje tortuoso que realiza tras subirse clandestinamente al barco ballenero Grampus, sediento de aventuras. Pero no lo es. Esta historia semiolvidada va de marineros vascos y su relación con el mar, en la que también hay episodios exitosos además de nefastos, donde los vascos hicieron algo más que meter los pies en el agua, cuando los demás, desde la orilla, solo se atrevían a respirar el olor a peligro y a muerte que arribaba con la brisa.
La expansión oceánica de los vascos fue un hecho. Durante los siglos XV-XVIII merodearon por el Golfo de Vizcaya, América, Terranova, Islandia y los mares del norte de Noruega. Fueron grandes conocedores de los mares, y también del arte de la construcción de los barcos (tenían madera y hierro). “Los Reyes Católicos necesitaban la flota vasca, pero se interesaba más por las conquistas en América. Los vascos pertenecen a un apéndice; tienen su propia historia y esta ha sido relegada”, explica Azpiazu. Por ese motivo, el historiador ha querido abordar, con precisión de cirujano, todos los logros del pueblo vasco durante la Edad Moderna, con deseo de poner en relieve el gran protagonismo que tuvieron en el mar.
En aquella época, estaban obligados a doblar el espinazo ante Castilla que requería barcos para sus guerras y conquistas, pero los marinos priorizaban las pesquerías para conseguir bacalao y grasa de ballena, una actividad que les permitió controlar el mercado: “Eso les llevó a la gloria”. Azpiazu añade que el bacalao, y mayormente la grasa de ballena (ambos bienes muy atractivos) se vendían en toda Europa: “Se ha dicho que los vascos no sabían comerciar pero eso no es verdad”. Además, la relación con los mercantes europeos hizo que el euskera llegara a otros espacios. “Si los vascos negociaban en un bar de Amberes o de Ámsterdam en euskera nadie se enteraba. El secretismo era algo básico”, argumenta el historiador.
Retrato de un marino Detrás de esa técnica y habilidad en la navegación, había una vocación y sobre todo, una necesidad. “La tierra daba muy poco y el mar proporcionaba muchísimas oportunidades para salir adelante”, explica el escritor. No obstante, ellos eran conscientes de que afrontaban un gran peligro acudiendo a las pesquerías. Tanto es así que los testamentos los hacían en destino, para que las familias pudieran recibir los sueldos previamente pactados: “Salían al mar a buscarse la vida, pero no perdían de vista la familia, no se escapaban”.
Atrevidos, valientes, conocedores del mar, grandes navegantes y siempre con el ansia de volver a tierra. Así los describe Azpiazu, intentando trazar un retrato semejante de los que día a día se exponían a los riesgos del océano y los hielos. La vida en el barco era dura. Las adversidades que se debían al propio mar, la presencia de la bestia negra en los puertos, y el sentimiento de desamparo, minaron la moral de los vascos, pero nunca desistieron. “No eran aventureros, necesitaban ese peligro para poder sobrevivir y sabían perfectamente a lo que se atenían pero no se quedaban en tierra”, explica.
éxito y catástrofe Los vascos empezaron a soñar a lo grande y terminaron en Terranova. El salto que dieron del Cantábrico a ultramar fue lógico. Según relata Azpiazu, hacia 1535 había disminuido la presencia de cetáceos en el Golfo, por eso las embarcaciones vascas empezaron a frecuentar la isla de Canadá, y también Groenlandia. El saín de las ballenas y el bacalao se habían convertido en productos apetecibles para Europa (Inglaterra, Francia, Flandes, entre otros). Ante la mirada atónita de Castilla, la economía de los vascos se basaba en las pesquerías, actividad que más beneficios le aportaba, además de esfuerzo sangre y sudor.
La experiencia de las expediciones irlandesas en el siglo XV había sido provechosa y, empujados por el éxito que los acompañaba, comenzaron a visitar con asiduidad Terranova y Groenlandia, aunque esos viajes transoceánicos implicaran tantos peligros. A mediados del siglo XVI, las naos vascas empezaron a poblar las aguas heladas. Los marinos se metieron en terrenos difíciles y sin explorar, y no todas las expediciones que llevaron a cabo fueron victoriosas. Azpiazu habla del invierno de 1576-77. Los vascos se arriesgaban a que vinieran las ballenas antes de que se helaran los puertos. Pero aquel año fue diferente: “El hielo se adelantó y se quedaron atrapados. La solución fue quedarse allí, sobreviviendo o dejándose morir porque no llevaban suficientes alimentos”. El historiador ha descubierto algún dato sobre lo que ocurrió en primavera, en relación al capitán Sebastián Corrobedo, que fue víctima de los hielos de aquel invierno atroz: “Su viuda envió un barco con bebidas y comida, con la esperanza de que hubieran sobrevivido. Es curioso pero no se sabe quiénes salieron vivos de ahí o cuáles fueron las circunstancias de esa supervivencia”.
Las pesquerías de Terranova, naturalmente, se fueron agotando, y Groenlandia fue su nuevo destino. A principios del siglo XVII, los ingleses habían logrado adueñarse del lugar. Así pues, los marinos vascos pusieron rumbo a Noruega y a Islandia donde, según creían, también había ballenas. Después de la matanza de Islandia en 1615 (31 vascos fueron aniquilados), siguieron viajando al Norte de Europa. Sin embargo, el poderío fue decreciendo. Los ingleses se convirtieron en los dueños. Azpiazu explica el éxito: “Inglaterra es una isla; su fuerza y habilidad están en el mar, y siempre han sido un poco piratas”.
un héroe mundial La Edad Moderna fue testigo de muchos héroes vascos que poseían amplios conocimientos náuticos: Urdaneta, Elcano, Recalde, Oquendo, Blas de Lezo? Fueron incontables las expediciones que muchos hicieron hasta el infierno helado. Pero hay una anécdota que Azpiazu destaca del siglo XX que ejemplifica la relación que los bravos marinos seguían teniendo con el hielo.
Cuenta que el hijo de un señor de Oñati, Julián de Irizar, había ido a vivir a Buenos Aires. Tenía vocación de marinero, por eso se alistó en la marina y llegó a ser teniente. En 1903, una expedición de noruegos quedó atrapada en la Antártida; el hielo agrietó el barco. “Salto la alarma en el mundo y Buenos Aires decidió mandar un barco con unas chapas de acero para poder cortar el hielo”, relata. Pusieron al frente de la expedición al oñatiarra quien encontró la manera de romper la gran pared de hielo. “Fueron siete horas a pie y al final los rescataron, “fue la noticia del año en la prensa mundial”.