MADRID. Sé que no es muy popular criticar la poesía de Antonio Machado; pero hay un verso suyo que me parece el colmo de lo injusto, cuando acusa a Castilla de despreciar cuanto ignora. Y no lo digo porque no fuera así, sino porque lo injusto es atribuir esa condición solamente a los castellanos, quizá el más sufrido de los pueblos de España.
Centrémonos en la materia objeto de estos comentarios. No hace tanto tiempo, amigos míos andaluces que cantaban las alabanzas de las tagarninas y de los espárragos trigueros y amargueros, nos reprochaban a los gallegos nuestra capacidad de engullir hierbajos amargos, en referencia a los grelos.
Bien es verdad que mis paisanos les pagaban con la misma moneda en cuanto se mencionaba el gazpacho, incomprensible para un gallego. Más cosas: llevo bastante tiempo en Madrid, pero no tanto como para haber olvidado el concepto que a mis convecinos merecía esa suculencia catalana que conocemos como "pa amb tomaquet": era algo ridículo, sin substancia, absurdo.
Hoy lo absurdo es que los madrileños untan con tomate el pan a las primeras de cambio, y hasta le dan un tomatazo al Diccionario escribiendo "pan tumaca", que, como diría Cela, tal vez sea esperanto o volapük, pero ni castellano ni catalán.
Si son ustedes de los que aún van al cine, estarán acostumbradísimos al pegajoso y persistente olor de las palomitas de maíz, engendro que mereció hasta el honor de una canción compuesta con sintetizador. Bien, pues el maíz fue otra de esas cosas despreciadas en general. Por ignorancia y por más cosas, claro.
En mi tierra natal, como en la vecina Asturias, saboreábamos y saboreamos el pan de maíz, al que el DRAE llama borona. Por otro lado, la masa de harina de maíz para determinadas empanadas, muy especialmente la de croques (berberechos) es apreciadísima desde siempre, como lo son unas tortas de maíz especialidad de la localidad balnearia lucense de Guitiriz.
O sea, que apreciábamos y consumíamos el más americano de los cereales. Ah, pero cuando en una película veíamos a una familia estadounidense royendo mazorcas de maíz para acompañar la barbacoa nos escandalizábamos: "¡comida de gallinas...!" Las gallinas domésticas, entonces, completaban su anárquica dieta con maíz, razón por la que las yemas de sus huevos eran de un amarillo tan intenso.
Para mí, la revelación vino de un programa de televisión del cocinero inglés Jamie Oliver: hizo que incorporase la mazorca de maíz a mis hábitos alimenticios. De una forma en la que pierde su inocencia y aporta un delicioso crujiente: no hay más que rociarla con unas gotas de un aceite que tendremos preparado aromatizado con ajo y guindilla, espolvorearla en toda su superficie con parmesano rallado y meterla al horno, hasta que el queso forme costra. Un acompañamiento ideal, cómase en plan ardilla o desgránese.
En cuanto el elemento desconocido es extranjero, el nivel de desprecio aumenta exponencialmente. Mira que habré oído yo barbaridades de la cocina francesa, la cocina de las cocinas, la más culta del planeta, porque utiliza la mantequilla, cosa muy lógica porque sus pastos y, en consecuencia, sus productos lácteos han sido siempre de una calidad suprema. Bien es verdad que los europeos transpirenaicos achacaban a la cocina española un exceso de aceite de oliva (que no era como el de ahora), un abuso de pimentón (al que por ahí conocen con el nombre húngaro de páprika, ya ven qué cosas) y una inconsiderada cantidad de ajo.
No voy a caer en el pecado machadiano, pero diré, sin la menor duda, que la gente, sea castellana, francesa, finlandesa o camboyana, no es que desprecie lo que no conoce, sino que, sencillamente, desconfía de ello. Y no digamos cuando de lo que se trata es de comida, y más si la asociamos con una etnia o un pueblo concretos.
Si hace un cuarto de siglo osaban ustedes hablar de cocina japonesa en Occidente se encontrarían con el rechazo generalizado: ¡cómo pueden comer pescado crudo! No era desprecio, no: era repugnancia. Una cosa era comerse las ostras vivas, cosa perfectamente aceptable y hasta loable, y otra meterle el diente a un trozo de atún sin cocinar, cómo va usted a comparar...
En fin, sigue habiendo gente psicológicamente incapaz de plantearse comer unas ancas de rana; no son pocos los ciudadanos que pasarían hambre antes de ingerir un caracol; no hablemos de los comedores de insectos...
Pero tengan clara una cosa: nunca digan de esta agua no beberé. Porque, en cuanto se descuiden, se encontrarán con que el más aclamado genio de la cocina moderna es capaz de afirmar que el sushi es, hoy, un plato tradicional de la gastronomía madrileña. Y, naturalmente, de quedarse tan ancho. Pues bueno es él.